11 de abril de 2021

11 de abril de 2021 - II DGO DE PASCUA o de la Divina Misericordia -

Ciclo B

 

Ocho días más tarde, apareció Jesús

 

Lectura de los Hechos de los Apóstoles 4, 32-35

 

La multitud de los creyentes tenía un solo corazón y una sola alma. Nadie consideraba sus bienes como propios, sino que todo era común entre ellos.

Los Apóstoles daban testimonio con mucho poder de la resurrección del Señor Jesús y gozaban de gran estima.

Ninguno padecía necesidad, porque todos los que poseían tierras o casas las vendían y ponían el dinero a disposición de los Apóstoles, para que se distribuyera a cada uno según sus necesidades. 

Palabra de Dios.

 

SALMO Sal 117, 2-4. 16-18. 22-24 

R. ¡Den gracias al Señor, porque es bueno, porque es eterno su amor!

 

Que lo diga el pueblo de Israel:

¡es eterno su amor!

Que lo diga la familia de Aarón:

¡es eterno su amor!

Que lo digan los que temen al Señor:

¡es eterno su amor! R.

 

«La mano del Señor es sublime,

la mano del Señor hace proezas.»

No, no moriré:

viviré para publicar lo que hizo el Señor.

El Señor me castigó duramente,

pero no me entregó a la muerte. R.

 

La piedra que desecharon los constructores

es ahora la piedra angular

Esto ha sido hecho por el Señor

y es admirable a nuestros ojos.

Este es el día que hizo el Señor:

alegrémonos y regocijémonos en él. R.

 

Lectura de la primera carta del apóstol san Juan 5, 1-6

 

Queridos hermanos:

El que cree que Jesús es el Cristo ha nacido de Dios; y el que ama al Padre ama también al que ha nacido de Él. La señal de que amamos a los hijos de Dios es que amamos a Dios y cumplimos sus mandamientos.

El amor a Dios consiste en cumplir sus mandamientos, y sus mandamientos no son una carga, porque el que ha nacido de Dios, vence al mundo. Y la victoria que triunfa sobre el mundo es nuestra fe. ¿Quién es el que vence al mundo, sino el que cree que Jesús es el Hijo de Dios?

Jesucristo vino por el agua y por la sangre; no solamente con el agua, sino con el agua y con la sangre. Y el Espíritu da testimonio porque el Espíritu es la verdad. 

Palabra de Dios. 

 

EVANGELIO

Evangelio de nuestro Señor Jesucristo según san Juan 20, 19-31

 

Al atardecer de ese mismo día, el primero de la semana, estando cerradas las puertas del lugar donde se encontraban los discípulos, por temor a los judíos, llegó Jesús y poniéndose en medio de ellos, les dijo: «¡La paz esté con ustedes!»

Mientras decía esto, les mostró sus manos y su costado. Los discípulos se llenaron de alegría cuando vieron al Señor.

Jesús les dijo de nuevo:

«¡La paz esté con ustedes! Como el Padre me envió a mí, yo también los envío a ustedes.» Al decirles esto, sopló sobre ellos y añadió: «Reciban el Espíritu Santo. Los pecados serán perdonados a los que ustedes se los perdonen, y serán retenidos a los que ustedes se los retengan.»

Tomás, uno de los Doce, de sobrenombre el Mellizo, no estaba con ellos cuando llegó Jesús. Los otros discípulos le dijeron: «¡Hemos visto al Señor!»

El les respondió: «Si no veo la marca de los clavos en sus manos, si no pongo el dedo en el lugar de los clavos y la mano en su costado, no lo creeré.»

Ocho días más tarde, estaban de nuevo los discípulos reunidos en la casa, y estaba con ellos Tomás. Entonces apareció Jesús, estando cerradas las puertas, se puso en medio de ellos y les dijo:

«¡La paz esté con ustedes!»

Luego dijo a Tomás:

«Trae aquí tu dedo: aquí están mis manos. Acerca tu mano: Métela en mi costado. En adelante no seas incrédulo, sino hombre de fe.».

Tomás respondió:

«¡Señor mío y Dios mío!»

Jesús le dijo: «Ahora crees, porque me has visto. ¡Felices los que creen sin haber visto!»

Jesús realizó además muchos otros signos en presencia de sus discípulos, que no se encuentran relatados en este Libro. Estos han sido escritos para que ustedes crean que Jesús es el Mesías, el Hijo de Dios, y creyendo, tengan Vida en su Nombre. 

Palabra del Señor.

 

PARA REFLEXIONAR

 

En el evangelio, san Juan nos presenta el encuentro del Señor resucitado con Tomás que se ha negado creer que sus compañeros han tenido la experiencia del resucitado.

Los discípulos de Jesús están asustados y su miedo no es gratuito: todo su mundo parece haberse derrumbado definitivamente, y los dirigentes judíos pueden alcanzarlos y llevarlos también a ellos a la muerte. Y lo harán cuando se les presente la ocasión. Jesús, en quien ellos habían puesto tantas esperanzas, ha sido derrotado y, en su derrota, puede arrastrarlos también a ellos. Ese miedo los tiene esclavizados y ellos mismos han puesto cerrojos a las puertas.

Aunque se sienten seguidores de Jesús la experiencia de la muerte ha caído sobre ellos como una losa que sepultó todas sus esperanzas. Ahora forman un grupo que se ha encerrado y aislado de los hombres. Es una comunidad cerrada: comunidad de muerte. Están unidos, pero por la muerte. La comunidad pasó a ser la tumba de todo aquello en lo que habían esperado.

Sin embargo el evangelio usa la expresión: el primer día de la semana para señalar que acaba de nacer un mundo nuevo, una nueva humanidad. Hace su entrada Jesús y viene a llenar el vacío de la muerte y entra a puertas cerradas. Viene precisamente a abrir las puertas y ventanas cerradas de “su casa”.

Los saluda con el Shalom, que ahora tiene un nuevo sentido. Les da la paz de la vida que suplanta a la paz de la muerte. La paz de la muerte es quietud, desconsuelo, miedo, ansiedad. «Descansa en paz», es el saludo final que damos a nuestros difuntos. Pero el saludo de Jesús es todo un proyecto de vida. La paz evangélica lleva al combate más que al reposo. No es un punto de partida sino de llegada.

Es una paz que excluye el miedo, brota de la lógica del ir más adelante, de la capacidad de andar contra corriente. Se trata de una paz que quema, que deja la señal en la carne. Es una paz crucificada. Jesús nuestra paz, es aquel que ha sido condenado a muerte y crucificado. La paz que la fe anuncia, proclama y vive, es por el hecho de que Dios ha resucitado al crucificado. Por eso está presente y operante en medio de nosotros. Aceptar la paz de Cristo significa acoger su persona.

Tomás no ha dado crédito al testimonio de la comunidad de discípulos que han visto al Resucitado, tampoco percibe los signos de la nueva vida que se manifiesta en esa comunidad. Pone como condición una demostración particular, una “prueba” destinada sólo a él. Una semana después Jesús Resucitado se la concede, pero en el seno de la comunidad de discípulos. En la medida que Tomás vive la experiencia del amor en la comunidad de los discípulos, en esa misma medida comienza a ver, esto es, tiene la experiencia de Jesús Resucitado.

Así de novedosa es la experiencia de fe: el que no cree no ve, su ceguera espiritual le impide ver y experimentar la presencia y acción del Resucitado. Sólo en la medida que creemos, empezamos a ver. Empezamos a ver la acción de Dios en las personas, en la Iglesia y en el mundo. Empezamos a ver la transformación de las personas por obra del Espíritu. Empezamos a ver toda la realidad como realmente es; es decir, comenzamos a ver con los ojos de la fe, comenzamos a ver todo como lo ve Jesús Resucitado.

Las “pruebas” y demostraciones no dan la fe, sino que es en la aceptación del mensaje y en la experiencia de una fraternidad nueva en la Iglesia donde se resuelve el problema de la fe y la incredulidad. La experiencia de Tomás no es modelo. A Jesús no se lo encuentra ya sino en la nueva realidad del amor que existe en la comunidad. La experiencia de ese amor es la que lleva a la fe en Jesús vivo.

Creer no es saber menos o con menos fuerza; creer es saber más y más profundamente. Querer verificar como Tomás, es quedarse sin saber nada; eso es lo que significa “creer sin ver”. Creer, nos dice Juan, es “estar con los demás”. Esto es más fuerte que el mismo milagro. El fundamento de la fe pascual está en la comunidad creyente: de los que “han visto al Señor”, y quedarse allí. No es normal que el Señor resucitado se aparezca aquí o allí, eso siempre será una excepción y un misterio. El Señor vive y actúa en comunidad creyente, y sólo hace falta que la comunidad sepa transparentar y hacer perceptible en sí misma la presencia del Señor.

La gran falta de Tomás no fue, en primer lugar, su incredulidad, sino que se alejó de la comunidad. La fe en el Resucitado surge para Tomás y para nosotros desde el encuentro con los hermanos, la comunidad de creyentes es un lugar privilegiado donde el Resucitado se manifiesta e irradia su fuerza transformante. Creer en Cristo Resucitado ya siempre será así: sentirse atraído por una comunidad y allí experimentar que Cristo vive en uno mismo.

La gran falta de la comunidad fue no expresar de un modo vital, sin miedos el paso de Jesús resucitado por sus vidas; seguir encerrados sin salir a anunciarlo como lo harán más tarde tal como lo muestra la lectura de los Hechos de los apóstoles.

Lamentablemente, muchas de nuestras comunidades cristianas laicas y religiosas parecen seguir la misma postura de la comunidad prepascual. Viven sin alegría y sin esperanza; temen a la gente y se apartan de ella como de un peligro. Una comunidad encerrada no puede sino vegetar. Al poco tiempo muere en sus miembros el sentimiento, el afecto, las iniciativas, las expectativas, el deseo de cambiar y progresar. Las comunidades cristianas de hoy nos parecemos a veces a los discípulos al anochecer de aquel día que siguió a la muerte del Maestro. Estamos reunidos en la casa, con las puertas cerradas, dominados por miedo; a esta “cultura de la increencia”, al “huracán secularizador”, a una “moral neopagana”, o a esos “medios de comunicación que se presentan tan hostiles”.

Creer, es renunciar a ver con los ojos de la carne, a tocar con las manos, a meter el dedo en las heridas del crucificado para identificar al resucitado donde no cesa de predicarnos el Evangelio y de partir para nosotros el pan. Nuestras comunidades tienen que ser muestra clara y palpable del amor de Dios Padre a los hombres. La comunidad se constituye exclusivamente por la vida de Cristo.

La comunidad es la prolongación de la doble misión de Jesús: mostrar el amor del Padre y ser alternativa para la humanidad en la que pueda experimentar el amor de Dios de un modo vital y palpable. La Iglesia está llamada a ser lugar de encuentro con Dios.

Creer es buscar y encontrar al Señor, nuestro Dios, en la comunidad de los que creen que Jesús es el Mesías, de los que encuentran en los sacramentos la vida que ha brotado de la cruz. La felicidad que nos salva ahora es la presencia vivificante del Señor que nos reúne por el Espíritu en la Iglesia. Que podamos asumir desde una espiritualidad Pascual lo que tantas veces oramos en la Misa: “Que tu Iglesia, señor, sea un recinto de libertad y de amor; de justicia y de paz donde los hombres puedan seguir esperando para que todos encuentren en ella un motivo para seguir esperando”.

 

PARA DISCERNIR

 

¿Mi fe es individualista?

¿Descubro la necesidad de la comunidad para creer?

¿Qué lugar ocupó y ocupa la comunidad en mi camino de fe?

¿Qué aporto a la comunidad y a la Iglesia para que otros puedan creer?

 

REPITAMOS A LO LARGO DE ESTE DÍA

 

Señor, que crea

 

PARA LA LECTURA ESPIRITUAL

 

«Exhaló su aliento sobre ellos y les dijo: ‘Recibid el Espíritu Santo»

 

Señor Jesucristo, haz que nosotros no formemos más «que un solo corazón y una sola alma» (Hch 4,32), porque sólo así habrá «una gran calma» (Mc 4,39). Queridos oyentes, os exhorto a la amistad y a la benevolencia entre vosotros, y la paz entre todos; porque si tenemos caridad entre nosotros, tendremos la paz y el Espíritu Santo. Es necesario ser devoto y orar a Dios…, porque los apóstoles eran perseverantes en la oración… Si hacemos fervientes oraciones, el Espíritu Santo vendrá a nosotros y nos dirá: «¡La paz sea con vosotros! Soy Yo, no temáis» (cf Mc 6,50)… ¿Qué es lo que debemos pedir a Dios, hermanos míos? Todo lo que es para su honor y para la salvación de nuestras almas, es decir, que nos asita el Espíritu Santo: «Envía tu Espíritu y renueve la faz de la tierra» (sl 103,30) –la paz y la tranquilidad…

Hemos de pedir esta paz a fin de que el Espíritu de paz venga sobre nosotros. Y también debemos dar gracias a Dios por todos sus beneficios si es que queremos que nos dé las victorias que son principio de paz; y para obtener el Espíritu Santo hay que agradecer a Dios Padre primeramente lo que Él ha enviado sobre nuestro jefe Jesucristo, nuestro Señor, su Hijo… -porque «de su plenitud todos hemos recibido» (cf Jn 1,16)- y lo que ha enviado sobre los apóstoles para que por sus manos nos fuera comunicado a nosotros. Hemos de agradecer al Hijo: en tanto que es Dios, envía su Espíritu sobre los que se disponen a recibirlo. Pero sobre todo hay que agradecerle lo que, en tanto que hombre, nos haya merecido la gracia de recibir el divino Espíritu… ¿Cómo Jesucristo ha merecido la venida del Santo Espíritu? Cuando «inclinando la cabeza entregó el espíritu» (Jn 19,30); porque entregando su último aliento y su espíritu al Padre, mereció que el Padre enviara su Espíritu sobre el cuerpo místico.

 

San Francisco de Sales

 

PARA REZAR

 

Las manos de Jesús

 

Jesús se puso en medio

Y en esto entró Jesús, se puso en medio,

soy yo, dijo a los suyos, vean mis manos;

serán siempre señal para creer,

la verdad del Señor resucitado.

 

Las manos de la pascua lucirán

las joyas de la sangre y de los esclavos,

alianza de amistad inigualable,

quilates de un amor que se ha entregado.

 

Esas manos pascuales lucharán

para dar libertad a los esclavos,

proteger a los débiles, caídos,

construir la ciudad de los hermanos.

 

Manos libres, humildes, serviciales,

gastadas en la lucha y el trabajo;

son las más disponibles, los primeras

en prestar el esfuerzo necesario.

 

Manos resucitados han de ser

las manos de la gracia y del regalo,

no aprenderán jamás lo de cerrarse,

siempre abiertas al pobre, siempre dando.

 

Las manos amistosas, siempre unidas,

y que nunca serán puños armados,

no amenazan altivos y violentos,

amigas de la paz y del diálogo.

 

Manos agradecidas, suplicantes,

que bendicen a todos como a hermanos,

que protegen a débiles, a niños,

que se alzan fervorosas suplicando.

 

¡Oh Señor de los manos traspasados,

oh Señor del dolor resucitado,

pon tus manos heridas en los mías,

que te cure del dolor en otras manos!



 


11 de abril de 2021 - II Domingo de Pascua o de la Divina Misericordia - Ciclo B

“¡Señor mío y Dios mío!”

 

 

Primera Lectura. Hechos de los apóstoles 4,32-35

 

En el grupo de los creyentes todos pensaban y sentían lo mismo: lo poseían todo en común y nadie llamaba suyo propio nada de lo que tenía. Los apóstoles daban testimonio de la resurrección del Señor Jesús con mucho valor. Y Dios los miraba a todos con mucho agrado. Ninguno pasaba necesidad, pues los que poseían tierras o casas las vendían, traían el dinero y lo ponían a disposición de los apóstoles; luego se distribuía según lo que necesitaba cada uno.

Palabra de Dios

 

Salmo responsorial: 117

Dad gracias al Señor porque es bueno, porque es eterna su misericordia.

 

Diga la casa de Israel: / eterna es su misericordia. / Diga la casa de Aarón: / eterna es su misericordia. / Digan los fieles del Señor: / eterna es su misericordia. R.

La diestra del Señor es poderosa, / la diestra del Señor es excelsa. / No he de morir, viviré / para contar las hazañas del Señor. / Me castigó, me castigó el Señor, / pero no me entregó a la muerte. R.

La piedra que desecharon los arquitectos / es ahora la piedra angular. / Es el Señor quien lo ha hecho, / ha sido un milagro patente. / Éste es el día en que actuó el Señor: / sea nuestra alegría y nuestro gozo. R.



Segunda Lectura. 1Juan 5,1-6

 

Queridos hermanos: Todo el que cree que Jesús es el Cristo ha nacido de Dios; y todo el que ama a Dios que da el ser ama también al que ha nacido de él. En esto conocemos que amamos a los hijos de Dios: si amamos a Dios y cumplimos sus mandamientos. Pues en esto consiste el amor a Dios: en que guardemos sus mandamientos. Y sus mandamientos no son pesados, pues todo lo que ha nacido de Dios vence al mundo. Y lo que ha conseguido la victoria sobre el mundo es nuestra fe. ¿Quién es el que vence al mundo, sino el que cree que Jesús es el Hijo de Dios? Éste es el que vino con agua y con sangre: Jesucristo. No sólo con agua, sino con agua y con sangre; y el Espíritu es quien da testimonio, porque el Espíritu es la verdad.

Palabra de Dios

 

Lectura del santo Evangelio. Lectura. Juan 20,19-31

 

Al anochecer de aquel día, el primero de la semana, estaban los discípulos en una casa, con las puertas cerradas por miedo a los judíos. Y en esto entró Jesús, se puso en medio y les dijo: “Paz a vosotros.” Y, diciendo esto, les enseñó las manos y el costado. Y los discípulos se llenaron de alegría al ver al Señor. Jesús repitió: “Paz a vosotros. Como el Padre me ha enviado así también os envió yo.” Y, dicho esto, exhaló su aliento sobre ellos y les dijo: “Recibid el Espíritu Santo; a quienes les perdonéis los pecados, les quedan perdonados; a quienes se los retengáis, les quedan retenidos.”

Tomás, uno de los Doce, llamado el Mellizo, no estaba con ellos cuando vino Jesús. Y los otros discípulos le decían: “Hemos visto al Señor.” Pero él les contestó: “Si no veo en sus manos la señal de los clavos, si no meto el dedo en el agujero de los clavos y no meto la mano en su costado, no lo creo.”

A los ocho días, estaban otra vez dentro los discípulos y Tomás con ellos. Llegó Jesús, estando cerradas las puertas, se puso en medio y dijo: “Paz a vosotros.” Luego dijo a Tomás: “Trae tu dedo, aquí tienes mis manos; trae tu mano y métela en mi costado; y no seas incrédulo, sino creyente.” Contestó Tomás: “¡Señor mío y Dios mío!” Jesús le dijo: “¿Porque me has visto has creído? Dichosos los que crean sin haber visto.”

Muchos otros signos, que no están escritos en este libro, hizo Jesús a la vista de los discípulos. Éstos se han escrito para que creáis que Jesús es el Mesías, el Hijo de Dios, y para que, creyendo, tengáis vida en su nombre.

Palabra de Dios

 

REFLEXION

En este domingo se nos habla en las lecturas de cómo la noticia de la Resurrección: ¡Ha resucitado!, produce unos efectos transformadores en la primera comunidad de Jerusalén. De estar acobardados por “miedo a los judíos” y con la esperanza por los suelos, porque a Jesús, el Maestro, lo han matado, pasan a llenarse de alegría porque han vuelto a ver al Señor. De esta experiencia pascual nace la comunidad donde “todos pensaban y sentían los mismo”. Así reciben el envío, la paz y la fuerza del Espíritu para el perdón de los pecados.

Libro de los Hechos. Libro de la Iglesia. Libro del Espíritu Santo. De la muerte y resurrección de Cristo ha surgido un nuevo ser: un pueblo nuevo. El Espíritu, Suspiro de Cristo y hálito del Padre, lo mueve con agilidad y sol­tura. San Lucas ha recogido, animado por el mismo Espíritu, algunas estampas y algunos incidentes de este pueblo que se lanza brioso a recorrer y llenar la historia. Son los primeros movimientos y las primeras actitudes. Quedarán, para la posteridad eclesial, como norma, ideal y ejemplo. Serán un espejo donde la Iglesia deberá mirarse siempre, en especial en los mo­mentos de obscuridad y de cambio. La sombra luminosa del Resucitado se proyecta fresca y paternal sobre el grupo de los primeros discípulos. Un sa­bor a manjar reciente y un olor auténtico a perfume humilde impregna todo el libro. No es, con todo, un idilio. La cruz cobija y distingue con su sombra salvífica a la joven Iglesia. Y así será siempre. Nos encontramos ante un «sumario», semejante a 2,42-47. Así lo llaman los especialistas. Lucas nos pinta la vida de la primitiva comunidad con un par de pinceladas que la ca­racterizan. El pensamiento (texto) arranca de atrás, de los versillos 30-31. Se ha «reunido» la asamblea, ha «orado» en común, ha «llenado» a los presen­tes el Espíritu Santo, se ha visto «sacudido» el edificio, han comenzado a «predicar» los apóstoles. A partir del último del versillo 31, el tiempo del verbo permanece en «imperfecto». Lo rompe el «caso» de Bernabé (36). No es, pues, un «momento», un acontecimiento aislado. Es una repetición de hechos, una acción continuada. Es un «carácter». La primitiva comunidad «era» así. Toca el «ideal». Y como ideal luminoso para todos los tiempos se ha eterni­zado en la palabra de Dios.

Son creyentes. Y son multitud. Y la multitud es variopinta: distintas cla­ses sociales, diversos países, varias lenguas. Reina la unidad más profunda: un mismo sentir y un mismo pensar. Un solo corazón y una sola alma. Sin divisiones, sin desgarramientos. Una fuerza superior centrípeta los aúna y compenetra en torno a Jesús. Un querer, un pensar, un obrar Hasta la pro­piedad privada recibe el impacto de una ordenación a lo común. Con entu­siasmo, con libertad. Así de gigante irrumpía el Soplo de lo alto, así de apremiante el fuego de su amor. Con las manos unidad y entrelazados lo brazos. se sostenían unos a otros, sin que nadie se viera en situación de pa­sar necesidad. Fuerza poderosa de cohesión. Pero la fuerza iba también ha­cia fuera. Fuerza de expansión. Los apóstoles daban testimonio de la resu­rrección de Jesús con audacia y «libertad». Son los «profetas» de la nueva creación. El Espíritu sostiene la debilidad del hombre predicador y mantiene abierta la sed del oyente. El lanza con vigor la semilla y él fecunda el campo que recoge. La palabra del apóstol, en el Espíritu Santo, se mostraba pode­rosa: operaba maravillas externas e internas, milagros y conversiones. Así será por siempre. La iglesia dispondrá, de ahora en adelante, de una pre­ciosa «libertad» interna que la capacitará para la empresa. No es de extra­ñar que la comunidad gozara de ascendiente. Las gentes la admiraban. Al fin y al cabo, era un portento. Y había gestos heroicos para situaciones ex­cepcionales. Había quien vendía todo para socorrer a los necesitados. Se desprendían voluntariamente y libremente de la «sagrada» herencia familiar para mantener viva la nueva familia que les había tocado en gracia. El bien común se miraba y valoraba por encima del bien personal. Fue una época de gran fervor. El Espíritu hizo tal maravilla. No parece, sin embargo, que tu­viera gran repercusión en las demás comunidades. Estas, a pesar de ejerci­tar la caridad con magnanimidad, no llegaron a esa altura. La comunidad de Jerusalén se encontraba en especiales circunstancias. Veremos a Pablo que hace frecuentes colectas para socorrer a sus miembros. También ello era acción del Espíritu Santo. Esta estampa, como «ideal», ha ejercitado du­rante la historia de la Iglesia poderoso influjo sobre fundadores y reformado­res. Pensemos tan solo en san Agustín.

Salmo de acción de gracias. El estribillo, con la primera estrofa, da la tó­nica: acción de gracias. Sonora, jubilosa, exultante. Comunitaria, universal: toda la asamblea santa. Díganlo todos, cántenlo todos, divúlguenlo todos. Is­rael, Aarón, fieles: ¡Dios ha intervenido! ¡Es eterna su misericordia!

La iglesia se congrega, de fiesta, en el día de la Fiesta del Señor. Del Se­ñor que con su poder ha instituido la Fiesta. Porque la Fiesta es obra del Señor. Y la obra del Señor es el Señor obrando. Obrando maravillas. Y ma­ravilla de maravillas es su resurrección gloriosa. Gran actuación, soberbia manifestación de poder. Cristo que, muerto, surge a la vida; que, sepultado, escapa a la tierra; que, desechado, se presenta Elegido; que, castigado, se levanta triunfante; que, mortal, resplandece inmortal para siempre. Elegi­dos en él, muertos con él, resucitaremos con él. Lo recordamos y celebramos en la Fiesta; lo cantamos, lo aplaudimos, lo vivimos en pregusto. Alegría y alborozo. No hemos de morir, ¡viviremos! La Diestra del Señor es poderosa; la Diestra del Señor es excelsa. Ha comenzado el Milagro patente. Dad gra­cias a Dios, porque es bueno, porque es eterna su misericordia.

Primera carta de Juan. La carta acompañaba en un principio, al parecer, al evangelio del mismo nombre. El estilo es el mismo y la teología, semejante. Una y otra, para nosotros, un tanto sorprendentes. Juan discurre a modo de espiral. Podría comparársele a un clavo de rosca: en un extremo, la cabeza, poligonal (afirmaciones yux­tapuestas); en el otro, afilada punta. La multiplicidad, heterogénea a pri­mera vista, acaba en unidad compacta. En el fondo es una y única la ver­dad, que va tomando diversas formas, según se la va haciendo girar. Es un policromado fanal a quien uno tras otro vamos examinando las facetas. En este pasaje alternan los temas de la fe y de la caridad, para terminar, pa­sando por Cristo, con el testimonio del Espíritu Santo. Las tres divinas per­sonas dejan la impronta de su personalidad en la obra de la redención. La caridad surge del Padre, se enraiza en Jesús y es alimentada por el Espíritu Santo.

La caridad proviene de Dios: «Dios nos amó primero» (4,19). Se ha mani­festado espléndidamente en el envío de su Hijo (4, 9-10). El amor de Dios se recibe en la fe. La fe es la respuesta del hombre al amor de Dios: aceptación vital de amor que Dios nos profesa en su Hijo. La fe tiene, en éste, más que en ningún otro texto, un sentido complexivo, pleno: obediencia a Dios y reco­nocimiento práctico de su presencia en el prójimo. Quien cree en Jesús, y creer es hacer lo que él hace, es hijo de Dios, ha nacido de Dios.

El amor de Dios es un «don». Un «don» sobrenatural, concedido en Cristo. Como tal nos capacita para amar a Dios de forma semejante, guardadas las distancias, a como Dios nos ama. Toma la forma de «obediencia», como en Cristo, y nos lanza, como en él, a dar la vida por los hermanos, en forma de «entrega». No en vano recomendó Jesús: «Amaos los unos a los otros como yo os he amado». Es el mandamiento radical del cristianismo. El amor al pró­jimo-hermano está dentro del amor de Dios, es su expresión vital, pues en el prójimo-hermano habita Dios con su amor. El amor así entendido y la fe así vivida vencen al mundo, como venció al mundo el amor de Cristo, obediencia total al Padre y entrega total por los hermanos. Así se entiende que nos lla­memos y seamos «hijos» de Dios, pues habita y actúa en nosotros. La filiación se considera, por tanto, de forma dinámica: odio al odio y enemistad con el pecado. Toda una vida de amor. Que por ser de tal amor -amor de Dios- vence a la muerte y supera las tinieblas. Como en Cristo Jesús. ¿No es el pe­cado del mundo falta de fe en Cristo, amor del Padre, y ausencia de amor a los «hermanos»? La fe del cristiano vence al mundo.

Jesús aparece en este edificio divino como pieza imprescindible. En Jesús somos hijos, en Jesús nos engendra el Padre. Tocamos en él la misma vida trinitaria. Jesús es, por tanto, objeto de fe: confesamos y proclamamos que Jesús es el Hijo de Dios, el Mesías, la causa de nuestra salvación por su muerte. El autor recuerda su paso por este mundo, como Verbo Encarnado: Bautismo (agua), consagrado Siervo; Muerte expiatoria (sangre). No se puede confesar la una sin la otra, ni a Jesús sin alguna de las dos. La Iglesia da testimonio perenne de este misterio en virtud del Espíritu Santo. Y el tes­timonio revela la presencia del Espíritu Santo en la iglesia.

E      Evangelio. Jesús ha resucitado. Este es el hecho. No es una invención. Es una rea­lidad. Ahí el testimonio de Juan, de Pedro, de la Magdalena, de Tomás, de los discípulos… Ahí el testimonio de toda la iglesia hasta nuestros días. Tes­timonio rubricado en sangre.

Jesús vive. Coronado de honor y de gloria. Poderoso, sentado a la diestra de Dios omnipotente. Su gloria es la divina, su poder el de Dios. Es el en­viado del Padre par todas las gentes y para todos los tiempos. Es el centro de las edades. Irradia, como precioso abanico, prerrogativas divinas y su­blimes realidades. Es la paz y trae la paz. Paz que se alarga hasta la vida eterna. En él encontramos la paz con Dios, la paz de Dios, encontramos a Dios. En él se comunica el Padre y en él nos comunicamos con Dios. Fuente de gozo, causa de alegría. Jesús resucitado es el Jesús que murió por noso­tros. Con su muerte alcanzó el perdón, con su entrega, el don del Espíritu Santo. La iglesia se reúne en torno a él y lo celebra y confiesa: “Señor y Dios mío”. Gritemos, cantemos, alabemos, demos gracias a Dios. El salmo nos in­vita incontenible. Es nuestra Fiesta, la Fiesta del Señor. Se hace imprescin­dible la “contemplación” del misterio. Las palabras se declaran impotentes de expresarlo.

)     El Espíritu Santo. Es el don de Jesús resucitado. La paz y el perdón los frutos más preciados. Recordemos la caridad y la fe con su multiplicidad de matices. La lectura segunda se extiende en ello. La presencia del Espíritu demuestra la verdad de la Resurrección de Jesús. Y testimonia la presencia de Jesús en su Iglesia. Tanto el individuo como la comunidad cristianos vi­ven en virtud de su fuerza.

      La Iglesia. La Iglesia es obra de Dios. La Iglesia continúa la obra sal­vadora de Jesús. De él recibe el poder y la fuerza, de él la «misión» de reve­lar al Padre. Expande la paz y procura el perdón. Paz que el mundo no puede dar y perdón que los hombres no pueden por sí mismos conseguir. Esa es su misión y no otra. Para ello el Don de lo alto. El Espíritu Santo la dirige y gobierna, la vivifica y sostiene. Dispuesta a correr la historia hasta el fin, Dios le ha concedido en Cristo su propio Espíritu.

La Iglesia revela a Dios creador y salvador: a Dios-padre bueno que ama al hombre. La Iglesia se esforzará en predicarlo, en confesarlo, en practi­carlo. La Iglesia es, dentro de los límites humanos, expansión del amor de Dios a los hombres. Su principal virtud y forma de vida ha de ser la «caridad». La Iglesia vive de amor. La Iglesia ama a Dios y ama a los hom­bres como ve y encuentra que Jesús los ama. La primera y segunda lectura nos lo recuerda.

La Iglesia, que se esfuerza por amar al Padre, se esmera por amar al Hijo. La Iglesia proclama la Resurrección de Jesús. La confiesa y la cele­bra. Aclama a Jesús como Señor y Dios, como Dios y como hombre verda­dero. Se adhiere a él con todas sus fuerzas. Toda para él, como él todo fue para ella. Obediente al Padre como Jesús, entregada a los hombres como su Señor. Fe robusta y amor sincero. La Iglesia favorecerá la acción del Espí­ritu Santo. Propugna la paz cristiana y el perdón divino. Se prepara la «visión» en una vida de profunda fe y de encendido amor.

La Iglesia ama a sus hijos. Sus hijos la componen. La primera lectura nos ofrece la bella imagen de los hermanos unidos. Conviene detenerse en esto. Amor práctico y real con los necesitados. Es la Familia de Dios, es el Cuerpo de Cristo. El que ama a Cristo ama a los hermanos. La estampa nos invita a una revisión y reforma.

 

 

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