NAZARETH: UN MISTERIO OLVIDADO - Ricardo Noceti

La vida de Jesús en Nazareth aparece para el autor, bajo la inspiración de Carlos de Foucauld, como criterio y principio a la vez teológico, espiritual y pastoral para la vida de las comunidades cristianas.

Las cristologías actuales privilegian la condición humana de Jesús de Nazareth. Al menos en su punto de partida, prefieren arrancar de abajo, para desde allí ascender a la totalidad y plenitud de la persona. Este arranque parece a todas luces legítimo y acertado. En efecto, la humanidad de Jesús es su dimensión más propia y original. Jesús es tal porque en su humanidad, y solo en ella, centellea con luz propia la divinidad. Este es el aporte fundamental del cristianismo. El “Dios con nosotros”,“lo que hemos visto con nuestros ojos, lo que hemos contemplado y han palpado nuestras manos” (1 Jn 1,1), como dirá Juan.

Sin embargo, llama la atención que, tanto en el enfoque más tradicional de las cristologías llamadas “descendentes”, como en el actual, no haya sido tenido en cuenta el Misterio de Nazareth. Incluso el magisterio no se ha visto motivado por esta temática y sus alusiones han sido muy escasas y tangenciales. Ha correspondido a la espiritualidad llamar la atención sobre la vigencia, la importancia y la actualidad de este misterio. Esto nos indica también que el inagotable e inaferrable rostro de Jesús se construye no sólo desde la mente de los teólogos o desde la “ortodoxia” de los documentos, sino también desde los carismas y las experiencias místicas que el Espíritu de Dios sigue suscitando en la Iglesia. Como tendremos ocasión de verlo, ha sido sobre todo la experiencia espiritual de Carlos de Foucauld, la que ha contribuido significativamente en el Siglo XX, a redescubrir el Misterio del cual queremos ocuparnos en el presente artículo.

La vida en Nazareth ha sido caracterizada tradicionalmente como la “vida oculta” de Jesús, en contraposición a lo que luego sería la “vida pública”. Sobre ella los Evangelios dicen muy poco (y prácticamente, según los exégetas, con mínimas referencias al Jesús histórico) y Jesús mismo guarda silencio. Hasta tal punto llega el “silencio” sobre su persona en los historiadores de la época, en las fuentes no cristianas, que las pocas, tenues y dispersas referencias a su persona que se encuentran en sus obras son, según algunos estudiosos –cuyas afirmaciones son ciertamente discutibles–, insuficientes para justificar la misma existencia histórica de Jesús. Por otra parte, afrontar este misterio significa también, de algún modo, comprender mejor la trama gris y anónima de tantos seres humanos, que transitan por el mundo sin que nadie fije sus ojos en ellos, en la soledad y el abandono. Y asumir que, en todos los casos: res sacra homo. Es lícito entonces que nos preguntemos: ¿cuál es el significado de este misterio, ya que la mayor parte de la vida de Jesús –casi toda su vida, ya que los estudiosos más serios apuntan a que la vida pública de Jesús habría durado apenas uno o dos años– se desarrolla en este ambiente y en esta situación? Intentaremos responder a esta pregunta, desgranando algunas reflexiones a través del tenue hilo que nos ofrece el relato evangélico, con sus mínimos datos y sus largos silencios.

El silencio
Pablo VI dijo en una ocasión: “Nazareth es la escuela donde se comienza a entender la vida de Jesús: la escuela del Evangelio... es una lección de silencio...” (Pablo VI, 5/1/1964). Como ya lo hemos preanunciado, los Evangelios hablan muy poco sobre este período de la vida de Jesús. También Él, el Verbo, calla. Porque no todo se dice ni se expresa con palabras. Y es sugestivo que, durante casi toda su vida, precisamente el que es La Palabra, calle. Ella viene del seno del Padre, y “todo fue creado por Él y para Él”, todo el Antiguo Testamento, de alguna manera converge hacia él y en él encuentra su cumplimiento. Y, sin embargo, la Palabra, venida al mundo, calla. Porque ella viene del silencio y se mece siempre en él. El ministerio público de Jesús encuentra aquí su costado preparatorio o anticipatorio. Y de algún modo, este misterio seguirá acompañando el resto de la vida de Jesús, hasta culminar en la Pasión y en la Cruz, donde Jesús dirá muy pocas palabras. Jesús calla ante Herodes, Pilato mismo, asombrado le preguntará: “¿No quieres hablarme?” (Jn 19,10).

Y el documento Verbum Domini agregará, refiriéndose al misterio de la Cruz: “El Verbo enmudece, se hace silencio mortal”. Y luego, citando a los padres: “La Palabra del Padre, que ha creado todas las creaturas que hablan, se ha quedado sin palabra; están sin vida los ojos apagados de aquel que con su palabra y con un solo gesto suyo mueve todo lo que tiene vida” (Verbum Domini, 12). Merleau Ponty dirá: “Nos hace falta considerar la palabra antes que sea pronunciada, sobre el fondo de silencio que la precede, y sin el cual ella no diría nada”. 

En Nazareth, podríamos decir que Jesús está entre los hombres en el marco de una teología apofática. Su modo de estar entre los hombres en esos años, es desaparecer, como la levadura en la masa. Es bueno hablar,pero es bueno y, a veces mejor, callar. Sobre todo, cuando lo que nos envuelve nos supera y nos queda sólo el contemplar y el admirar.

Nazareth

Nazareth, el lugar donde residirá Jesús durante aproximadamente treinta años, se encuentra situada en Galilea, “el distrito de los paganos”, la provincia más alejada del centro del poder y probablemente la más paganizada de Israel. En ese entonces era una pequeña aldea campesina, de apenas entre doscientos y cuatrocientos habitantes. Buena parte de la gente vivía del campo y se dependía mucho de la lotería de las cosechas. Algunas familias habitaban en cuevas excavadas en la roca. Otros en casitas humildes de piedra o barro que se agrupaban en racimo y convergían en el mismo patio. Sin duda, Jesús en este  ambiente rural, había pasado sus buenos momentos de contacto con la naturaleza y tenía excelente espíritu de observación, porque su manera de hablar y de contar parábolas refleja sin duda una mentalidad campesina. La aldea no se destaca para nada en la historia civil ni en la historia religiosa de Israel (si es que cabe esta distinción). 

Ni el Antiguo Testamento ni los historiadores del Siglo I la mencionan. La alusión de Mateo al origen de Jesús: “será llamado Nazareno” (Mt 2,23) indica en realidad una calificación que podría considerarse polémica y despectiva. Los habitantes de Nazareth no sólo no tenían ningún prestigio social en Israel, sino que eran, de algún modo, subestimados por los judíos. Esta situación de insignificancia y marginalidad en el contexto socio-cultural y político de la época hará todavía más vívida la pregunta de los judíos contemporáneos de Jesús: “¿Puede venir algo bueno de Nazareth?” (Jn 1,46).

La pequeñez e insignificancia de Nazareth, de algún modo, está en continuidad con la pequeñez de Belén.

En igual sentido hay que interpretar el mismo nacimiento. Por eso, Verbum Domini, volviendo a inspirarse en la tradición más antigua de la Iglesia, afirmará: “Dios ha cumplido su palabra y la ha abreviado (Is 10,23; Rm 9,28)... El Hijo mismo es la Palabra, el Logos; la Palabra eterna se ha hecho pequeña, tan pequeña como para estar en un pesebre” (Verbum Domini, 12). 
La pequeñez, o mejor aún, el “empequeñecimiento”, significa evidentemente también la voluntad de pasar desapercibido, de no hacerse notar, en última instancia, de desaparecer.
La vida escondida 

En el corazón del hombre Jesús de Nazareth había un misterio escondido. De modo semejante a su vida en el seno de la Trinidad, Jesús no manifiesta el secreto de su identidad profunda. Podríamos decir, retomando la expresión de Juan, que no había llegado  “su hora”. Pero, por otro lado, la manifestación plena de la vida de Jesús en su vida pública y, sobre todo, en su misterio pascual, es una “parte” de “su hora”. La vida oculta también pertenece, aunque de otro modo, a su misión salvífica. Diríamos que en el misterio de Nazareth hay una fecundidad que no puede verse ni tocarse, como la de la semilla que se hunde  silenciosamente en el surco. Y, sin embargo, es una fecundidad cuyos frutos a la larga han de verse, como lo han vivido y puesto de relieve Teresita de Lisieux y Charles de Foucauld. Los Evangelios de la infancia, si bien no aportan datos confiables desde el punto de vista histórico, leídos en clave hermenéutica, nos permiten una aproximación interesante para entender mejor la entera misión de Jesús. El nacimiento en Belén (Lc 2,1-19), como ya hemos tenido ocasión de considerarlo, en su dimensión de suprema “pequeñez” y caracterizado por una situación de extrema humildad y soledad, parece, por una parte, un  anticipo de la vida en Nazareth y, por otra, un anuncio del rechazo que sufrirá Jesús por parte de la dirigencia judía y su desnudez en la Cruz. La matanza de los inocentes (2,13¬18) nos presenta a Jesús como el inocente perseguido desde la infancia y el nuevo Moisés, que desanda el camino de Israel hacia Egipto (y su correspondiente retorno), hostilizado y, al mismo tiempo, destinado a traer la liberación plena no sólo al pueblo judío sino a todos los pueblos de la tierra. En este aspecto, Jesús se identifica y, en cierto sentido, se “disuelve” en la historia y en la causa de su pueblo. La purificación de la madre  y la circuncisión del niño (Lc 2,21-24) indican la plena inserción de Jesús entre su gente, con la marca de pertenencia al  Señor que le era propia a Israel. Él aparece en el marco de una total discreción, fuera de toda excepcionalidad, ya que como niño hebreo se cumple para él “toda justicia”. El encuentro con Simeón (Lc 2, 25¬35) representa por una parte, la profecía inspirada por el Espíritu sobre el misterio de ese niño que se entronca con las promesas mesiánicas. Y por otra parte, el preanuncio a María, sobre el advenimiento del gran “signo de contradicción”, que significará ese mismo niño y el cumplimiento  doloroso de su misión. A pesar de que algunos de estos hechos podrían denotar una cierta “singularidad” respecto de la identidad y la misión de Jesús, sus referencias son destinadas a los futuros lectores. En realidad, toda la infancia de Jesús queda envuelta en el sobrio manto del misterio de Nazareth. Y la escueta mención de Lucas: “Jesús crecía en sabiduría, en estatura y en gracia delante de Dios y de los hombres” (Lc 2,52), quiere significar cómo la vida de Jesús transcurre paulatinamente, según los parámetros habituales y con los ritmos propios de la condición humana. Que este niño es un niño como los demás, al cual no se le ahorran los aprendizajes, los golpes, los procesos de crecimiento y maduración que acontecen en la  vida de los seres humanos. 

Vida cotidiana 

Es ésta una de las características más salientes de la vida en Nazareth. A los ojos de sus contemporáneos, Jesús vivía en el seno de una familia perfectamente normal, de la cual los Evangelios nos referencian “hermanos y hermanas”, aunque esa  signación tenía un sentido más amplio del que solemos darle hoy. Muy probablemente vivía en el marco de una familia “grande”, rodeado de numerosos parientes, como era habitual en la cultura israelita de esa época. El evangelio de Lucas dice que, luego de cumplir las prescripciones rituales en el templo de Jerusalén, la familia volvió a Nazareth y el niño “les estuvo sujeto” (Lc 2,51). Este estar sujeto era la condición normal de los niños en Galilea, siempre bajo la autoridad de los padres, de los cuales dependían enteramente.

Dentro de esta familia, la madre ocupó un lugar muy especial. Durante todo ese tiempo, María permanecía en la oscuridad respecto del misterio total de su hijo, viviendo de fe y “guardando en el corazón” las cosas que iban ocurriendo y que ella no comprendía o entendía a medias. Si es cierto que José podía permanecer algún tiempo “fuera de casa” por sus tareas de artesano, la unión entre el niño y la mujer en los primeros años debió haber sido muy estrecha. Luego, cuando tenga que afrontar la soledad y la fragilidad de la viudez, la vida se tornaría sin duda más difícil para la madre.

Jesús asumió hasta tal punto las instancias de la vida familiar que cuando decide “dejar” su familia para el cumplimiento de su misión pública, causará gran perplejidad y desconcierto entre sus parientes que, no sólo no lo comprenderán, sino que incluso recelarán del buen funcionamiento de sus capacidades mentales.   Y los mismos habitantes de Nazareth se preguntarán: “¿No es éste el hijo del carpintero? ¿No se llama su madre, María y sus hermanos Santiago, Simón y Judas? Y sus hermanas ¿no están entre nosotros?” (Mt 13,55). Igualmente, Juan reportará este comentario de los judíos: “¿No es éste Jesús, el hijo de José, cuyo padre y cuya madre nosotros conocemos? ¿Cómo dice ahora: he bajado del cielo?” (Jn 6,42).   Además, como resulta claramente de los evangelios y de la tradición, Jesús no se casó, es decir, renunció a formar su propia familia y continuó viviendo con María hasta el inicio de su vida pública. A estar a las costumbres de su pueblo, este hecho sí debió llamar la atención (si bien en los evangelios no aparece ningún indicio al respecto) de sus paisanos y representar un caso verdaderamente singular, en el que Jesús se apartó explícitamente del modo o la regla común de la sociedad en la que vivía.

Vida de trabajo

Jesús fue creciendo como todos los niños de la aldea, educado en el seno de su familia. No se sabe –lo más probable es que no si en Nazareth existía la escuela de la sinagoga, como en otras ciudades de Israel. Por lo tanto, tampoco sabemos si Jesús pudo aprender a leer y escribir. Ciertamente, no fue discípulo de ningún maestro o rabino. En los evangelios, de todos modos, hay tenues indicios de que leía y escribía, aunque sobre esto no es posible tener una información inequívoca. Lo que sí sabemos es que debió haber aprendido de su padre el oficio de artesano. Y debió aprenderlo ya desde su niñez  Este oficio, según algunos estudiosos, abarcaba varias tareas que tenían que ver con la construcción.   Pagola arriesga la hipótesis de que probablemente tanto José como Jesús hayan tenido que salir a buscar trabajo en otras aldeas, sobre todo en Séforis, capital de Galilea, que estaba muy cerca de Nazareth y en aquella época en pleno desarrollo.

Era un trabajo humilde, con el cual apenas se alcanzaba a sobrevivir.
Pero lo importante es que el trabajo manual lo igualaba sociológicamente con los demás hombres jóvenes de su pueblo. Trabajo manual, duro, mal remunerado. Era otra manera de asumir la historia de los hombres y las consecuencias del pecado: “comerás el pan con el sudor de tu frente” (Gn 3,19).

Unión con el Padre

Aunque los evangelios no dicen nada explícitamente sobre la relación de Jesús con el Padre en este período, no podemos dejar de tener en cuenta un texto que ilumina lo que queremos decir: “¿No sabían que debo ocuparme de las cosas de mi Padre?” (Lc 2,49). Como Jesús, durante su vida en Nazareth, no salió a la luz pública, esta frase podemos referirla a su unión habitual y explícita al Padre, hacia el cual toda su vida hizo íntima referencia.

Como niño, o mejor adolescente judío, Jesús debió ser iniciado en la oración. Y en este sentido, es bueno saber que al menos dos oraciones debía el judío piadoso rezar desde su adolescencia: el Shema Israel, en realidad una profesión de fe tomada de Dt 6,4-7, y Shemoné Esre (dieciocho), porque constaba de 18 oraciones (tres alabanzas, doce peticiones y tres acciones de gracias a Dios).   Por otra parte, Jesús comenzaba a vivir en Nazareth, aquello que después predicaría: “Entra en tu aposento y, después de cerrar la puerta, ora a tu Padre, y tu Padre, que ve en lo escondido, te recompensará” (Mt 6,6). Este “ver en lo escondido” se reiterará también en otras acciones como la práctica de la limosna y del ayuno (Mt 6,4 y 6,18). Jesús invita, de alguna manera, a encontrarse en el propio interior con el Padre y a ocultarse de la mirada de los hombres.

Porque, como ya lo había dicho la Escritura: “la mirada del hombre no es como la de Dios, porque el hombre mira las apariencias, pero el Señor mira el corazón” (1 Sam 16,7). O, como lo dirá luego la carta a los hebreos: “Todo está desnudo y patente ante los ojos de Aquel a quien hemos de dar cuenta” (Hb 4,13).

Por otra parte, sería difícil entender las afirmaciones de Jesús sobre el Padre (el “Abbá”), si él mismo no hubiera cultivado, antes de manifestarla, esta relación filial, cercana y cariñosa, por la cual se reconocía como “hijo muy querido”. Jesús está siempre bajo la mirada del Padre – mientras permanece “desconocido” a la mirada de los hombres– y Él eleva sus ojos hacia Él. 
Lo vive ya ahora  y lo anunciará después en su ministerio público.
El aporte de Carlos de Foucauld  

No es fácil situar el momento preciso en el que, después de una larga y laboriosa búsqueda, el hermano Carlos descubre que ha sido llamado a vivir la vida oculta de Nazareth. Se trató más bien de una iluminación progresiva, en la que poco a poco fue entendiendo lo que Dios quería de su vida. Es probable que su salida de La Trapa, a principios de 1897, represente un momento importante en esta búsqueda. A partir de ese momento comienza a vivir y a trabajar como servidor todoterreno, jardinero y recadero en un convento de clarisas de Nazareth, donde permanecerá alrededor de tres años. De todos modos, resulta claro que en el Retiro realizado al fin de ese mismo año, se siente ya considerablemente iluminado como para dejar por escrito una primera síntesis, a partir de la cual se irán sumando otras reflexiones a lo largo de los años.

Nazareth: casa de la humildad 

Ante todo, para el hermano Carlos, Nazareth es el lugar de la humildad. Sobre este concepto volverá en reiteradas  oportunidades en sus Escritos Espirituales. Y en él se resumirán también varios otros aspectos de aquel íntimo misterio que vivirá Jesús junto a sus padres, como pueden ser la pobreza, el trabajo, la búsqueda del último lugar, el recogimiento. En el citado retiro, tomará notas en un cuaderno, en el que quedarán registradas expresiones como la siguiente: “Él descendió con ellos y fue a Nazareth y les estuvo sujeto... Él descendió, se hundió, se humilló... Esto es, fue una vida de humildad: Dios, vos aparecéis como un Hombre; Hombre, vos os habéis hecho el último de los hombres; Esto fue, una vida de abyección hasta el último de los puestos; Vos descendisteis con ellos para vivir su vida; la vida de los pobres obreros viviendo de su trabajo; vuestra vida fue como la suya pobreza y trabajo; ellos vivían oscuramente, vos vivisteis en la penumbra de su oscuridad. 
Fuisteis a Nazareth, pequeña ciudad perdida, oculta en la montaña, de donde ‘nada de bueno salía’, según se decía; esto era el retiro, el alejamiento del mundo y de las capitales. Vos vivisteis en este retiro.” (Escritos Espirituales, Barcelona 1979, 58). Es evidente que en este texto, como en tantos otros, se apunta a destacar la humanidad de Jesús, incluso en su inserción histórica y cultural en medio de su pueblo, a la manera de alguien que no se aparta de la opacidad en la que viven muchas veces la gente más sencilla y postergada.  

La vida de oración 

En segundo lugar, el hermano Carlos tuvo en claro prácticamente desde el principio que la vida en Nazareth fue para Jesús un continuo e ininterrumpido ponerse a disposición del Padre, a través de la oración. Una oración intensa y filial, porque comprometía hondamente la persona del Hijo en su relación con el Padre. Esta oración estaba hecha de adoración muda, acción de gracias, perdón y petición. Pero, sobre todo, era una oración continua, que no sabía de pausas ni de paréntesis, porque provenía de la necesidad íntima de la unión con el Padre. “Siempre, siempre oraríais en todos los instantes, pues orar es estar con Dios, y Vos sois Dios; pero cómo vuestra alma humana prolongaba esta contemplación durante las noches, cómo durante todos los instantes del día, ¡ella se unía a vuestra divinidad! ¡Cómo vuestra vida sería un continuo derramamiento en Dios,una mirada continua hacia Dios; contemplación constante en Él de todos vuestros instantes!...” (Escritos Espirituales, 60). Como podemos ver, aquí no hay sólo una consideración intelectual, sino que está presente toda la carga del deseo y de la dimensión afectiva, que incluso transforma el text en una verdadera oración. El hermano Carlos oraba también mientras escribía. 
La encarnación 

El hermano Carlos tenía claro también que las raíces originarias del misterio de Nazareth se hundían en la Encarnación. Es porque el Hijo de Dios quiso poner su morada entre los hombres, no de modo puramente ficticio, sino extremadamente real, que asumió la vida concreta de la humilde aldea de Galilea. Él insistía a menudo en la humillación que esto supuso para el Dios omnipotente y eterno, ya que no sólo se hizo hombre si, no que buscó deliberadamente situarse en el “último lugar”, como luego habría de predicarlo y enseñarlo a sus discípulos. “La Encarnación tiene su raíz en la Bondad de Dios. Pero una cosa aparece primeramente, tan maravillosa, brillante y asombrosa, que brilla como un signo deslumbrador: es la humildad infinita que encierra tal misterio... Dios, el Ser, el Infinito, lo Perfecto, el Creador, el Omnipotente inmenso, el soberano Señor de todo, haciéndose Hombre, uniéndose a un alma y a un cuerpo humano y apareciendo sobre la tierra como un Hombre, y el último de los hombres... ” (Escritos Espirituales, 56). La lógica de la encarnación significa, por una parte, ampliar las propias posibilidades de cercanía y entrega y, por otra, limita también el ámbito de irradiación (en un cierto sentido), ya que nos “coloca” en un espacio y en un tiempo concreto, que nos ayudan a sanar nuestro complejo de omnipotencia y a darnos cuenta que siempre es poco y pequeño lo que podemos hacer.
La fecundidad misionera de Nazareth 

El hermanito universal no aboga, sin embargo, por un Nazareth retirado del mundo, como la vida monástica tradicional. Se siente llamado por Dios a estar en las avanzadas de la misión, si bien con el espíritu de Nazareth. Por eso, dejará su querida, Tierra Santa para radicarse en el Sahara, primero en Beni Abbés y luego también en Tamanrasset, para vivir su vocación entre las tribus tuaregs, como fermento en la masa: orando, sirviendo, acogiendo, testimoniando silenciosa, pero efectivamente la presencia de Jesús entre los hombres: “... Mis últimos retiros del diaconado y sacerdocio me han mostrado que esta vida de Nazareth, mi vocación, era necesario vivirla, no en la Tierra Santa, tan amada, sino entre las almas enfermas, las ovejas más abandonadas. Este banquete divino, del cual yo soy el ministro, es necesario presentarlo, no a los hermanos y parientes, a los vecinos ricos, sino a los cojos, a los más ciegos, a las almas más abandonadas y faltas de sacerdotes” (Escritos Espirituales, 174). Esta doble convicción (la originalidad de su vocación contemplativa en medio del mundo y la necesidad de la evangelización), lo llevará a proponer un proyecto misionero, en el cual una “vanguardia silenciosa” prepararía y abonaría el terreno para una “predicación abierta”. 

La comunidad 

Aunque el hermano Carlos no tuvo seguidores inmediatamente (los tendría más tarde, con la aparición de los Pequeños Hermanos y Hermanas de Jesús, congregaciones que se inspirarán en su carisma y que comenzaron en 1933) y ni siquiera parece que lograra grandes frutos en su misión, desde que se sintió llamado a vivir el misterio de Nazareth, se dio cuenta que tendría que hacerlo en comunidad. Por eso, su vida no puede asimilarse a la de un ermitaño, a la actualización de la vocación de los antiguos padres del desierto (como alguien ha pensado), sino que advirtió muy pronto la importancia fundamental del testimonio comunitario. En tal sentido escribió: “...he obtenido del Prefecto apostólico del Sahara el permiso de establecerme en el Sahara argelino y de llevar en la soledad, la clausura y el silencio, en el trabajo manual y la santa pobreza, solo o con algunos sacerdotes o laicos, hermanos en Jesús, una vida tan parecida como pueda a la vida oculta del bienamado Jesús de Nazareth” (Escritos Espirituales, 174-175). Y en el proyecto misionero antes aludido, consideraba prioritario “organizar una pequeña legión de religiosos dedicados, a la vez, a la contemplación y beneficencia, viviendo pobrísimamente del trabajo manual, cuya sencilla regla se resumiría en tres palabras: adoración perpetua del Santísimo Sacramento expuesto, imitación de la vida oculta de Jesús de Nazareth, vida en los países de misión” (Escritos Espirituales, 211). Por eso, la espiritualidad que surge del misterio de Nazareth, interpretado por Carlos de Foucauld, ha sido llamada “espiritualidad de la relación”. En efecto, la sagrada familia, no vivía en el aislamiento. Hacia dentro y hacia afuera tejía vínculos que, no por ser cotidianos, eran menos sólidos y enriquecedores. Al contrario, se trataba de una relación profunda, inspirada en lo más hondo del Evangelio de Jesús. 
La Eucaristía y Nazareth
La Eucaristía, actualización de Nazareth   Tal vez, la intuición más poderosa del hermano Carlos ha sido precisamente ésta: La Eucaristía actualiza y repropone continuamente el misterio de Nazareth. En efecto, en ella se revela de manera oculta la persona del Hijo de Dios encarnado, con todo el realismo de su “cuerpo, sangre, alma y divinidad”. Es lo que ha dicho, en versos memorables un gran poeta argentino: “Yo, que lo miro con mis ojos, sé que este pan es el Señor de cielo y tierra... / Sé que la forma de las formas vive feliz en este trozo de materia. / Y que esta harina inmaculada no es otra cosa que su carne verdadera” (Francisco Luis Bernárdez, Poema del pan eucarístico). Escondido en el pan eucarístico, en el pequeño pan, está el misterio de Jesús que se ofrece a los “adoradores que el Padre busca” (Jn 4,23), que lo descubren en la fe y se rinden a su realidad desconcertante. Del mismo modo que el Logos se humilló encarnándose en la condición humana y haciéndose uno de nosotros, en la Eucaristía se humilla y esconde en la sencillez y la humildad del pan y del vino. Por eso, del mismo modo que sería ininteligible la “vida pública” de Jesús, sin su “vida oculta”, así también sería contradictoria e incomprensible la misión o la evangelización sin la celebración y la adoración. Esta convicción se arraiga en la certeza de que verdaderamente en la Eucaristía está Jesús mismo, el que nació, vivió y murió en Palestina, el que pasó casi toda su vida en Nazareth, el que por nosotros resucitó y nos dio su Espíritu. Esto le hará exclamar: “Vos no estabais más cerca de la Santa Virgen durante los nueve meses que ella os llevó en su seno que lo estáis de mí cuando os depositáis sobre mi lengua en la comunión... !” (Escritos Espirituales, 68). Es este Jesús que, después de su vida oculta, dio inicio en su misma tierra al anuncio del Reino de Dios, el que envía y fecunda para la acción evangelizadora de la Iglesia. 

Algunas conclusiones
Más allá del carisma específico de Carlos de Foucauld sobre su vivencia de la vida oculta de Nazareth (y su posterior prolongación en la fundación de los Pequeños hermanos y hermanas de Jesús), creemos que su intuición constituye un precioso legado también para la teología. En efecto, el misterio de Nazareth, como lo hemos mostrado, en lo que dice y en lo que calla, muestra una faceta irrenunciable y todavía poco explorada del misterio total de Jesucristo. Desde este punto de vista, contribuiría a seguir enriqueciendo la cristología, en la medida en que ésta le dé cabida y siga desarrollando sus posibilidades e implicancias. Sus raíces originarias, como el mismo hermano Carlos lo advirtió, deben buscarse en el misterio de la encarnación, del cual Nazareth es como la prolongación y una de sus concreciones históricas más importantes. Finalmente, la “pregnancia” teológica del anonimato debería ser profundizada en todo su alcance y consecuencias. Meier ha destacado la marginalidad del judío Jesús, pero aún resta por profundizar su “desaparición” protagónica que abarcó casi toda su vida. Esta es otra dimensión de su “anonadamiento”. El nazareno Jesús se encuentra fuera de la escena pública no sólo en Nazareth, sino también en varios momentos de su intenso ministerio. No sólo cuando se retira para estar a solas para orar, sino también en múltiples instancias de la vida cotidiana que comparte con los apóstoles y que ni siquiera son mencionadas por los Evangelios. Los roles protagónicos que ha asumido y que muchas veces quiere seguir asumiendo la Iglesia desconocen este aspecto no menor del misterio del Mesías. El anonimato representa, por otra parte, una exigencia ineludible de la encarnación, pues sabemos que es la condición de la inmensa mayoría de los seres humanos. Por otra parte, “los anónimos” por excelencia son los pobres, no sólo bajo la muchas veces explícita condición de indocumentados, sino como aquellos que no son tenidos en cuenta en el mercado laboral por su supuesta (o real) falta de calificación o no pueden hacer oír su voz en el reclamo de sus justos derechos. Y, desde este punto de vista, significa también dar sentido a esta condición bajo la perspectiva de que, ante Dios, nunca somos anónimos y que Él pronuncia sobre nosotros, en el secreto de nuestra conciencia, lo que un día los Evangelios registraron como momento especial de autorrevelación sobre el Hijo revestido de gloria: “Éste es mi hijo muy amado” (Mt 17,5).Este anonadamiento, que adquiere la forma de anonimato, se expresa de algún modo también en la Eucaristía. Allí también, el Hijo Unigénito está “escondido” en la materia del pan y del vino, elementos sencillos y tangibles de la existencia cotidiana del hombre. La misma permanencia de las especies consagradas después de la celebración es otra expresión de este anonimato, ya que pasa cada vez más desapercibida para la inmensa mayoría de los seres humanos. Más allá de las manifestaciones pietistas de muchos cristianos –y del culto “individualista” a la Eucaristía– lo que queremos destacar es la “coincidencia” del misterio de Nazareth con el “escondimiento” y el silencio del “sacramento admirable” en el tabernáculo. Pensamos igualmente que el misterio de Nazareth “desmonta” las ambiciones de protagonismo y de poder o la búsqueda de privilegios que muchas veces se ha dado –y tal vez se sigue dando todavía– en la Iglesia. El anonimato y el “escondimiento” de Jesús en Nazareth y en la Eucaristía, están en línea con su predicación sobre “los últimos, llamados a ser los primeros”, la dinámica del servicio mutuo y el percibirnos siempre como “servidores inútiles”. 

Juan Pablo II dirá: “Dirigiendo la mirada a Nazareth y contemplando el misterio de la vida oculta de Jesús y de la Virgen, somos invitados a meditar una vez más en el misterio de nuestra vida misma, que como recuerda San Pablo: ‘está escondida con Cristo en Dios’ (Col 3,3-4)”. Igualmente, sería interesante seguir profundizando las implicaciones y consecuencias pastorales que ofrece el acontecimiento eucarístico ya que, en sus múltiples vertientes, brinda un campo sumamente rico para la evangelización, la catequesis y la misma vida de oración de nuestras comunidades. 

- La dimensión testimonial que se expresa sobre todo a través de la pobreza y la contemplación podría significar un aporte muy importante para nuestra visión de Iglesia y para reencontrar el “suelo de lo sagrado”, sin el cual es muy difícil cualquier forma de evangelización. Los “últimos” suelen ser los más sensibles a las propuestas de oración y contacto vivo con Jesucristo y a la consiguiente “espiritualidad de la relación”, cuando se está entre ellos, compartiendo la fe y sintiéndose embarcados en la misma aventura. 

Ricardo Noceti

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