25 de noviembre de 2018


25 de noviembre de 2018 - DOMINGO XXXIV – Ciclo B

SOLEMNIDAD DE CRISTO REY

He venido para dar testimonio de la verdad

PRIMERA LECTURA
Lectura de la profecía de Daniel    7, 13-14

    Yo estaba mirando, en las visiones nocturnas, y vi que venía sobre las nubes del cielo como un Hijo de hombre; él avanzó hacia el Anciano y lo hicieron acercar hasta él.
    Y le fue dado el dominio, la gloria y el reino, y lo sirvieron todos los pueblos, naciones y lenguas. Su dominio es un dominio eterno que no pasará, y su reino no será destruido. 
Palabra de Dios.


SALMO    
Sal 92, 1ab. 1c-2. 5 (R.: 1a) 
R.    ¡Reina el Señor, revestido de majestad!

    ¡Reina el Señor, revestido de majestad!
    El Señor se ha revestido,
    se ha ceñido de poder.

    El mundo está firmemente establecido:
    ¡no se moverá jamás!
    Tu trono está firme desde siempre,
    tú existes desde la eternidad.

    Tus testimonios, Señor, son dignos de fe,
    la santidad embellece tu Casa
    a lo largo de los tiempos.

SEGUNDA LECTURA
Lectura del libro del Apocalipsis    1, 5-8

    Jesucristo es el Testigo fiel, el Primero que resucitó de entre los muertos, el Rey de los reyes de la tierra. El nos amó y nos purificó de nuestros pecados, por medio de su sangre, e hizo de nosotros un Reino sacerdotal para Dios, su Padre. ¡A él sea la gloria y el poder por los siglos de los siglos! Amén.
    El vendrá entre las nubes y todos lo verán, aún aquellos que lo habían traspasado. Por él se golpearán el pecho todas las razas de la tierra. Sí, así será. Amén.
    Yo soy el Alfa y la Omega, dice el Señor Dios, el que es, el que era y el que vendrá, el Todopoderoso. 
Palabra de Dios.

EVANGELIO
Lectura del santo Evangelio según san Juan    18, 33b-37

Pilato llamó a Jesús y le preguntó: « ¿Eres tú el rey de los judíos?»
Jesús le respondió: « ¿Dices esto por ti mismo u otros te lo han dicho de mí?»
Pilato replicó: « ¿Acaso yo soy judío? Tus compatriotas y los sumos sacerdotes te han puesto en mis manos. ¿Qué es lo que has hecho?»
Jesús respondió: «Mi realeza no es de este mundo. Si mi realeza fuera de este mundo, los que están a mi servicio habrían combatido para que yo no fuera entregado a los judíos. Pero mi realeza no es de aquí.»
Pilato le dijo: « ¿Entonces tú eres rey?»
Jesús respondió: «Tú lo dices: yo soy rey. Para esto he nacido y he venido al mundo: para dar testimonio de la verdad. El que es de la verdad, escucha mi voz.» 
Palabra del Señor

Para reflexionar

Si pudiéramos hacer una encuesta a nivel individual, colectivo; a opciones de cualquier tipo; a cristianos y no-cristianos preguntando: ¿quién es el Señor de la historia?, ¿quién es el centro del universo? Las contestaciones serían variadas. Pero, seguramente muy pocas darían como respuesta a Cristo
Aunque parezca un lugar común y un discurso agotado: nuestro mundo está convencido que el “único señor” es el poder y sus instrumentos. El dinero, la fuerza, la violencia, la clase social, el prestigio, el sexo, la propaganda, etc., no son más que las concreciones de este “poder”. Y los hombres sirven ciegamente sus mandatos. Lo realmente importante es tener poder para dominar, gobernar, apoderarse de los otros y del mundo.
A pesar de que la fiesta de Cristo Rey se estableció en un contexto social e histórico determinado que hizo que se impregnara de tintes triunfalistas que desvirtuaron su auténtico sentido: afirmar la realeza de Cristo, es decir que Cristo es el Señor de la Historia y el centro del universo. Esta afirmación nos ubica de un modo crítico frente a situaciones establecidas impidiendo que se configuren como dominio y centro del universo.
***
El texto de Daniel nos describe en su visión cómo un “hijo del hombre” aparece entre nubes y cómo recibe de Dios el señorío universal. Más que su identidad, el término “hijo del hombre” designa una función. La función mesiánica de perfeccionar la creación de Dios conduciendo a la humanidad a la plenitud de la vocación que Dios le ha asignado: reconciliar a todos los seres, los del cielo y los de la tierra. La condición del hijo del Hombre no es la del triunfador sino que se identifica con el que padece hambre, sed, necesidad: Siervo de Yahvéh.
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En la lectura del Apocalipsis el “hijo del hombre” de Daniel toma carne, se hace radicalmente hombre con todas las consecuencias. Asume la naturaleza frágil y perfectible de los miles de hombres que han pasado por esta tierra. Por eso precisamente ha podido liberarnos de la fragilidad, del absurdo, del dolor, del sin sentido de la muerte, de la raíz de nuestros males que es el pecado. Su cuerpo y su rostro aparecen magullados, como los de tantos hombres. El amor nunca pierde. Por su sangre, su obediencia y libertad ha conquistado para los hombres la esperanza.
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En este evangelio Juan contrapone claramente el poder humano, personificado en Pilato que juzga injustamente; pretende ocupar el mismo puesto de Dios; se prostituye; huye de la verdad para defender sus intereses y su puesto; se excusa ante los demás vilmente y el poder divino, personificado en Cristo que no se manifiesta en armas o en tronos; no lleva ejércitos consigo; no pretende subyugar u oprimir a los pueblos; su reino es otro que el que aparece a los ojos humanos; ama la verdad, defiende la verdad, y es testigo de la verdad con sus palabras y con su vida.
La realeza de Jesús no le viene de una elección popular, ni de una sucesión dinástica, sino de su condición de Hijo de Dios, hecho hombre y salvador de los hombres. Y por eso es “Evangelio”, buena noticia dada a los hombres, verdad revelada a los hombres sobre Dios, Padre que ama, y sobre los mismos hombres, llamados a ser, en el Espíritu, hijos en el Hijo.
Cristo es el Señor y esto lo que únicamente nos asegura la verdadera libertad, la convivencia, la construcción de un mundo de verdad, de justicia, de amor y de paz.
La fiesta de Cristo Rey nos sitúa ante este dilema: o Cristo es el Señor y entonces hacemos un mundo humano, o el poder es el Señor y este poder entonces nos destruirá. La respuesta al dilema, no es algo puramente intelectual sino exigencia de conversión y de cambio. Es esfuerzo por relativizar la obra del hombre y aceptar esa constante tensión que nos llama a optar entre el poder de los hombres y el poder de Dios. Si se ama la verdad, no se tiene más que escuchar a Cristo y seguirlo.
Los hombres no podremos nunca inventar un poder tan revolucionario y transformador como el de Cristo, porque su poder no es exaltación ni aplastamiento, sino nacimiento a la vida y libertad.
Cristo es el Señor y el centro del Universo. Su Resurrección le ha convertido en el primogénito de entre los muertos. El es el punto Omega al que converge toda la creación y en el que toda la historia humana encontrará un final digno y glorioso. En él está nuestra garantía y él es de donde arranca la fuerza de nuestra esperanza.
Pero nuestra esperanza es dinámica y operante. Todavía no ha llegado a su plenitud el Reino de Cristo. La verdad, la justicia, el amor y la paz no son las características de este mundo. Por eso la obra de Cristo está inacabada. Todavía hoy se pasa hambre y sed a causa de un mal poder. Se vive explotado, aniquilado, esclavo.
El reinado de Dios, proclamado y realizado por Jesús, se basa en las bienaventuranzas, al defender y proteger con justicia a débiles, marginados, oprimidos. No es un reinado puramente interior, sino social. Produce gozo e irritación, aceptación y rechazos, crucifixión y al final, la humanidad redimida.
Cristo no reinó desde los sitios privilegiados ni desde los puestos de influencia. Cristo reinó en el servicio, la entrega y la humildad, en el compromiso con los necesitados y con los desgraciados, con los pecadores y las mujeres de la vida, con los que estaban marginados en la sociedad de entonces: ciegos, leprosos, viudas…
Creer que Cristo es el Señor es apostar a la liberación que brota del perdón, de la confianza, de la verdad, de la justicia. Ejercitar la esperanza será asumir la tarea de derribar los ídolos, los falsos dioses.
Esto no se hace sin riesgo y sin cruz. Pero, el cristiano asume su tarea con espíritu profético, con identidad de apóstol. La seguridad de Cristo lo lleva a vivir pacientemente las tribulaciones que le acarrea el testimonio de la verdad porque sabe que él no es mayor que su Maestro y que identificarse con El significa caminar radicalmente por el camino de la cruz.
El reino de Jesús lo vivimos en este mundo, pero no es de este mundo, se sale, lo desborda, llega hasta la vida eterna. Es el Reino de la vida definitiva en la Casa de Dios. Para el discípulo de Jesús reinar es “morir” en servicio de los hermanos los hombres como semilla fecunda de un Reino que se espera, pero que no es posible hacer sin asumir el misterio de servicio y cruz.
Nuestra tarea es responder al reinado al que Jesucristo nos llama desde su cruz construyendo un mundo que no se olvide de los que sufren y lloran. Un mundo que no excluya a nadie de los beneficios del desarrollo y que el progreso sea crecimiento no acumulación. Un mundo en el que a los niños no les roben la alegría. Un mundo reconciliado en el que todos podamos mirarnos y tratarnos como hermanos. Porque Jesucristo es el Rey del universo no perdemos la esperanza. Su vida y su mensaje son la medida que alimenta nuestras aspiraciones y nuestras luchas por un mundo distinto y mejor.

Para discernir

¿Me apasiona la posibilidad de transformar el mundo?
¿Creo en la fuerza oculta del reino?
¿Apuesto con mi vida a un reino que no es de este mundo?

Repitamos a lo largo de este día

En cada gesto de amor tu reino llega

Para la lectura espiritual

La fiesta de Cristo Rey es reciente, pero su contenido es tan viejo como la misma fe cristiana. Pues la palabra «Cristo» no es otra cosa que la traducción griega de la palabra mesías: el ungido, el rey. Jesús de Nazaret, el hijo crucificado de un carpintero, es hasta tal punto rey, que el título de «rey» se ha convertido en su nombre. Al denominarnos nosotros cristianos, nosotros mismos nos denominamos como la «gente del rey», como hombres que reconocemos en él al rey.
Pero lo que significa el reino de Jesucristo sólo puede entenderse adecuadamente si se tiene en cuenta su origen en el antiguo testamento. Ahí se observa en primer lugar algo muy curioso. Un reino no estaba previsto, a todas luces, por parte de Dios para Israel.
Surgió precisamente de una rebelión de Israel contra Dios y contra sus profetas, de un rechazo de la voluntad originaria de Dios. Después de la toma de posesión de la tierra prometida, este pueblo, que estaba constituido por muchas razas, se unió en una especie de confederación que no tenía ninguno que le mandara, sino sólo jueces. Y el juez ni siquiera tenía que hacer la ley como un jefe, sino que se tenía que contentar con aplicar la ley existente, la ley dada. Así, pues, el mando sobre Israel se hallaba sólo en la ley, en el derecho divino que se le había suministrado. La ley debía ser el rey de Israel y a través de la ley, inmediatamente, el mismo Dios. Todos eran iguales, todos libres, porque sólo había un Señor el cual en la ley imponía sus manos sobre Israel.
Pero Israel sintió envidia de los pueblos que le rodeaban, los cuales tenían poderosos reyes. Y quiere ser como ellos. Inútilmente advierte Samuel al pueblo: si tienen un rey, llegarán a ser sus esclavos. Pero ellos no quieren la libertad, la igualdad, el derecho a la elección, el reino de Dios. Quieren ser como los demás; y se asocian así al gesto de Esaú: no cuenta la elección, sino la codicia y la vanidad. El rey es, en Israel, casi la expresión de una rebelión contra el mandato de Dios, una repulsa de la elección, para situarse al nivel de los demás pueblos. Pero ahora ocurre lo curioso. Dios se amolda al capricho de Israel y establece así una nueva posibilidad de su aplicarse o darse a ellos. El hijo de David, del rey, se llama Jesús: en él aflora Dios a la humanidad y se casa con ella. El que mira con profundidad descubre que ésta es la forma fundamental de actuar de Dios. Dios no posee un rígido esquema, que hace que se imponga, sino que sabe encontrar siempre de nuevo al hombre y convertir incluso sus descarríos en caminos: esto se manifiesta ya en Adán, cuya culpa se convierte en una feliz culpa, y eso se manifiesta asimismo en todas las vicisitudes de la historia.
Así, pues, esto es el reino de Dios: un amor que no tiene que desarmarse, cuya fantasía encuentra al hombre por caminos siempre nuevos y de formas siempre nuevas. Por eso el reino de Dios significa para nosotros una confianza inconmovible. Pues esto vale siempre y vale en cada una de las vidas. Nadie tiene motivos para la angustia o el miedo o para la capitulación. Dios siempre hace que se le encuentre. De ahí debiéramos tomar ejemplo en nuestra vida: no anular a nadie, intentar siempre de nuevo dejando que actúe la fantasía de un corazón abierto. No es el imponerse lo más grande, sino la disponibilidad para ponerse en camino hacia Dios y hacia los demás. Así Cristo rey no es la fiesta de aquellos que se hallan bajo un yugo, sino la de aquellos que se sienten agradecidos en manos de aquél que sabe escribir derecho con renglones torcidos. 
Joseph Ratzinger

Para rezar

Construir el Reino es,
hacer la Verdad;
porque la más auténtica Verdad
de nuestro mundo es que está llamado
a ser algo muy distinto
de lo que en realidad es;
la más auténtica realidad
de nuestro mundo es que está llamado
a estar construido sobre la solidaridad,
sobre el afecto, la mutua confianza,
la búsqueda del bien común;
la ausencia de todo egoísmo,
de todo tipo de lucha,
de toda forma de injusticia o insolidaridad;
la más auténtica realidad de nuestro mundo
es que está llamado a pervivir,
a transformarse entrando en una vida nueva
y sin término, a reconocer plenamente
que Dios está ahí y que es el Padre común
de todos los hombres
y el autor de toda la creación.

“Si hubieras tomado la espada y la corona, todos se hubieran sometido a ti de buen grado. En una sola mano hubieras reunido el dominio completo sobre las almas y los cuerpos, y hubiera comenzado el imperio de la eterna paz. Pero has prescindido de esto…
No bajaste de la cruz cuando te gritaron con burla y desprecio: ¡Baja de la cruz y creeremos que eres el Hijo de Dios! No bajaste, porque no quisiste hacer esclavos a los hombres por medio de un milagro, porque deseabas un amor libre y no el que brota del milagro. Tenías sed de amor voluntario, no de encanto servil ante el poder, que de una vez para siempre inspira temor a los esclavos. Pero aún aquí los has valorado demasiado, puesto que son esclavos -te lo digo-, habiéndolos creado como rebeldes…
Si hubieras tomado la espada y la púrpura del emperador, hubieses establecido el dominio universal y dado al mundo la paz. Pues, verdaderamente: quién puede dominar a los hombres, sino aquellos que tienen en su mano sus conciencias y su pan”.

Dostoievski, Los hermanos Karamazoff.

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