16
de septiembre de 2018 – TO - DOMINGO XXIV –
Ciclo B
…El que pierda su vida por mí la ganará…
PRIMERA
LECTURA
Lectura
del libro del profeta Isaías 50, 5-9a
El Señor abrió mi oído y yo no me resistí ni me volví atrás. Ofrecí mi espalda
a los que me golpeaban y mis mejillas, a los que me arrancaban la barba; no
retiré mi rostro cuando me ultrajaban y escupían.
Pero el Señor viene en mi ayuda: por eso, no quedé confundido; por eso,
endurecí mi rostro como el pedernal, y sé muy bien que no seré defraudado.
Está cerca el que me hace justicia: ¿quién me va a procesar? ¡Comparezcamos
todos juntos! ¿Quién será mi adversario en el juicio? ¡Que se acerque hasta mí!
Si el Señor viene en mi ayuda: ¿quién me va a condenar?
Palabra
de Dios.
SALMO
Sal
114, 1-2. 3-4. 5-6. 8-9 (R.: 9)
R.
Caminaré en la presencia del Señor,
en la tierra de los vivientes.
Amo al Señor, porque él escucha
el clamor de mi súplica,
porque inclina su oído hacia mí,
cuando yo lo invoco.
Los lazos de la muerte me envolvieron,
me alcanzaron las redes del Abismo,
caí en la angustia y la tristeza;
entonces invoqué al Señor:
«¡Por favor, sálvame la vida!»
El Señor es justo y bondadoso,
nuestro Dios es compasivo;
el Señor protege a los sencillos:
yo estaba en la miseria y me salvó.
El libró mi vida de la muerte,
mis ojos de las lágrimas y mis pies de la caída.
Yo caminaré en la presencia del Señor,
en la tierra de los vivientes.
SEGUNDA
LECTURA
Lectura
de la carta del apóstol Santiago 2, 14-18
¿De qué le sirve a uno, hermanos míos, decir que tiene fe, si no tiene obras?
¿Acaso esa fe puede salvarlo? ¿De qué sirve si uno de ustedes, al ver a un
hermano o una hermana desnudos o sin el alimento necesario, les dice: «Vayan en
paz, caliéntense y coman», ¿y no les da lo que necesitan para su cuerpo? Lo
mismo pasa con la fe: si no va acompañada de las obras, está completamente
muerta.
Sin embargo, alguien puede objetar: «Uno tiene la fe y otro, las obras.» A ese
habría que responderle: «Muéstrame, si puedes, tu fe sin las obras. Yo, en
cambio, por medio de las obras, te demostraré mi fe.»
Palabra
de Dios.
EVANGELIO
Lectura
del santo Evangelio según san Marcos 8, 27-35
Jesús
salió con sus discípulos hacia los poblados de Cesarea de Filipo, y en el
camino les preguntó: «¿Quién dice la gente que soy yo?»
Ellos le respondieron: «Algunos dicen que eres Juan el Bautista; otros, Elías;
y otros, alguno de los profetas.»
«Y ustedes, ¿quién dicen que soy yo?»
Pedro respondió: «¿Tú eres el Mesías.» Jesús les ordenó terminantemente que no
dijeran nada acerca de él.
Y comenzó a enseñarles que el Hijo del hombre debía sufrir mucho y ser
rechazado por los ancianos, los sumos sacerdotes y los escribas; que debía ser
condenado a muerte y resucitar después de tres días; y les hablaba de esto con
toda claridad. Pedro, llevándolo aparte, comenzó a reprenderlo.
Pero Jesús, dándose vuelta y mirando a sus discípulos, lo reprendió, diciendo:
«¡Retírate, ve detrás de mí, Satanás! Porque tus pensamientos no son los de
Dios, sino los de los hombres.»
Entonces Jesús, llamando a la multitud, junto con sus discípulos, les dijo: «El
que quiera venir detrás de mí, que renuncie a sí mismo, que cargue con su cruz
y me siga. Porque el que quiera salvar su vida, la perderá; y el que pierda su
vida por mí y por la Buena Noticia, la salvará.»
Palabra
del Señor.
Para reflexionar
La
experiencia de dolor y de sufrimiento en la vida es demasiado frecuente y
universal como para que alguien tenga que contarla para darla a conocer. Una
mirada rápida sobre nuestra propia historia y la historia de la humanidad nos obliga
a constatar la presencia inevitable de fracasos, desilusiones, desengaños,
enfermedades y muertes.
La
vida se hace dura porque para muchos junto al dolor natural se encuentra aquel
que viene provocado desde afuera.
Siempre
el sufrimiento y el dolor hacen entrar en crisis nuestra vida y nos obligan a
tomar una postura. Hay quienes ven el sufrimiento como la consecuencia de la
acción de un poder ciego que domina trágicamente la vida a su antojo. Estamos
en manos del Destino, de la Fatalidad, y ante esto no se puede luchar y no cabe
otra posibilidad más que la resignación. Por otro lado están los que ven en el
sufrimiento una señal de Dios. “A quien Dios más ama, más hiere”. Dios nos
envía el dolor y la enfermedad para purificarnos y hay que aceptarlos y
agradecerlos como un don y una bendición.
Actualmente
la postura que tiene más adeptos es la de la huída. Hay que escapar del dolor a
toda costa fabricando un mundo artificial dominado por el poder, la riqueza, la
belleza, el bienestar, la sexualidad… o comprando la dicha a cambio de la
propia libertad y dignidad. Búsqueda de satisfacciones inmediatas que terminan
siendo estériles y poco duraderas.
***
El
canto del Siervo de Yahvé que nos presenta Isaías no es una aceptación
masoquista del dolor ni una aceptación resignada del destino. El mal, el dolor
y la injusticia se redimen afrontándolos. No se salva a los hombres huyendo de
la tragedia sino rompiendo su sinsentido con la lucha, haciendo saltar con el
amor el círculo de opresión. Para no evadirse siente sobre su cuerpo el dolor
de todos. Su fortaleza es aliento para el que ha dejado de esperar.
***
Santiago
con mucha claridad muestra dónde se manifiesta la verdadera fe, la que no
aliena sino que libera. Creer en un Dios que nos salva liberándonos de todo mal
y resignarse ante el dolor es contradecir y sofocar la fuerza que la
resurrección de Jesús ha derramado. Las promesas no sirven de nada si los
pobres siguen desnudos, si a los hambrientos les falta el pan y al trabajador
el salario justo.
***
El
episodio de este domingo marca el centro del evangelio de Marcos y es el punto
de quiebre en el camino de los seguidores de Jesús. Jesús quiere saber hasta
qué punto la fe de sus discípulos va más allá de la opinión que tiene la gente.
Mientras
se dirigía hacia la ciudad de Cesarea de Filipo, ciudad construida en el
nacimiento del Jordán como homenaje del rey Filipo al César romano, creyó
oportuno hacerles a los discípulos la gran pregunta: ¿Qué pensaban de él? La
respuesta de sus discípulos muestra que el pueblo andaba dividido en diferentes
opiniones respecto a su persona. Después de unos siglos de opresión y
dominación extranjera, el pueblo de Israel había puesto todas sus esperanzas en
el Mesías anunciado por los profetas. La gran mayoría esperaba a un Mesías
que librara a Israel de la dominación extranjera. Aunque se esperaba la
destrucción de los pecados por la ira de Dios nadie pensaba en un Salvador que
librara a todos los hombres de la esclavitud del pecado y de la muerte, y menos
aún que cumpliera su misión padeciendo y muriendo en una cruz.
Es
comprensible que no lo reconocieran como Mesías, ya que su doctrina y su
comportamiento no encajan con la ideología que ellos tenían y seguían aferrados
a sus expectativas de un caudillo nacionalista o del místico líder religioso
que los libere.
La
segunda pregunta es respondida por Pedro que al confesar decididamente que
Jesús es el Mesías, va más lejos de la opinión general de la gente; pero su fe
es todavía imperfecta, no ha comprendido todavía de un modo cabal lo que
significaban sus palabras: sólo después de la experiencia pascual creerá que
Jesús es el Hijo de Dios.
Jesús
es el Mesías, el Ungido de Dios, en Él se unen el Ungido y el Siervo del
sufrimiento, no como dos títulos contrapuestos de su condición humana, sino
como dos nombres de una misma persona que lo definen y lo caracterizan. Jesús,
el verdadero hombre, que somete toda su persona a la misión que Dios le confía,
llegando incluso hasta la obediencia de la cruz. La paradoja que Jesús vivió y
cuya verdad experimentó a fondo radica en una existencia humana sólo asegurada
definitivamente a través de la muerte.
Pedro
aún no ha comprendido esto por eso trata de disuadirlo del riesgo de la pasión
y de la cruz. Jesús pone las cosas en su sitio y lo llama “Satanás” para
expresarle con dureza que el camino que pretende obviar el sufrimiento no
responde al que produce la coherencia con la verdad, la justicia, el amor
comprometido. El camino de liberación que Dios nos ofrece a través del Mesías
no puede obviar el sufrimiento.
Jesús
educa a sus discípulos en un doble sentido: por una parte, silenciar un
mesianismo desvirtuado por los intereses políticos y, por otra, aceptar una
entrega de total servicio hasta la muerte. Jesús no es un rey poderoso, sino un
servidor sufriente, cuyo interés no es el poder, en todas sus variedades, sino
el servicio, en todas sus posibilidades.
Confesar
que Jesús es “el Cristo” es reconocer a aquel que viene de Dios para hacer
presente el reinado del Padre en el mundo con ese estilo de vida, es aceptar su
destino y las paradojas que comporta el Evangelio: negarse a sí mismo, cargar
la cruz, perder la vida… para recuperarla en Cristo
El
anuncio que Jesús hace de las dificultades que van a venir, la «Pasión», la
«Cruz», debe ser tomada siempre como una consecuencia ineludible de
opciones tomadas no como algo buscado.
Jesús
no buscó la Cruz por la cruz misma. Sin lugar a dudas, hay males fruto de la
limitación humana, ante los cuales cabe la aceptación serena y el
reconocimiento humilde de nuestra condición humana. Pero otros muchos males son
fruto del egoísmo y de la injusticia, y aceptarlos con resignación sería
defraudar la esperanza.
Jesús
nos habla de una cruz como consecuencia. El desprecio, la persecución y el
abandono vienen solo cuando alguien ha apostado su vida al servicio de la
verdad. No debemos engañarnos presentando o buscando un evangelio sin
exigencias ni apagar la esperanza invitando a un sufrimiento inútil.
Hay
dos maneras de encarar la existencia. El discípulo se decide por la forma de
Cristo, aquella que sacrifica todo, que renuncia a todo, por la libertad de
amar sin medida. Jesús invita a cargar la cruz, a perder la vida para ganarla.
Jesús
no pide la renuncia a esta vida, para que tengamos otra, sino que exige que
cambiemos el proyecto de esta vida. El discípulo es llamado a proyectar su
existencia en términos de entrega, no de posesión. La vida entera se posee
únicamente en la entrega de sí mismo. No se trata de una renuncia a la vida,
sino de un proyecto de la misma en la línea del amor.
La
amenaza más grande para la Iglesia y para los cristianos es el rechazo de la
cruz. Un Mesías crucificado resultaba escandaloso a una mentalidad triunfalista
y hoy sigue siendo una locura. Por eso, muchas veces, hemos tratado de
dulcificar, adornar o seudo espiritualizar la cruz. Pero la cruz, así como
situó a Cristo al lado de los marginales crucificados, nos sitúa a nosotros
también del lado de los que no cuentan para el mundo, de los que no brillan, de
los que no detentan poder al modo humano. Camino de una vida despojada y
entregada al servicio del plan de salvación. La vida cristiana es participación
en Cristo, que llega a la gloria mesiánica a través de la pasión y la muerte,
consecuencia de su estilo de vida. El creyente debe vivir la paradoja
cristiana: salvar la vida es perderla, y perderla por Cristo es salvarla.
La
tentación demoníaca se hace carne en la comunidad cristiana cuando rechaza
toda forma de cristianismo sufriente, cuando vive con indignación o victimismo
el ser perseguida por la fe y se avergüenza de las formas humildes y pacíficas.
La tentación que sufrió Pedro se cristaliza en la Iglesia cuando buscamos el
aplauso y queremos el poder, tanto político como religioso; cuando creemos que
si triunfamos es porque Dios nos bendice, y el triunfo no siempre va de la mano
con la fecundidad.
No
es mediante el poder institucional o el prestigio social que la Iglesia es
eficaz en su misión, ni tampoco su fecundidad le viene de la fuerza económica,
ni de los privilegios, ni de ningún tipo de grandeza o fuerza mundana. La
Iglesia y la vida de cada creyente reciben su eficacia de Dios y la reciben
cuando recorre el camino del Siervo.
La
misión de la Iglesia es seguir mostrando ante los hombres el auténtico Jesús y
luchar contra los nuevos “Satanás” con el propio testimonio, con la propia
existencia, con el propio ejemplo; apostando, decididamente, por la causa de
Jesús; poniéndose, sin vueltas, de parte de todo el que necesita recibir la
Buena Noticia sin ambigüedades ni complicaciones.
Perder
la vida es aceptar que el camino del reino como vida en la justicia, en la
verdad, en la misericordia y la solidaridad es un sendero de esfuerzo y de
lucha costosa; pero no por eso, estéril e ineficaz. El discípulo no es mayor
que su maestro.
Para discernir
¿Dónde
busco la fecundidad de mi vida de fe?
¿Acepto
el camino del siervo como camino para mi vida de fe?
¿Desde
qué criterios valoro la eficacia de la vida y el trabajo en la Iglesia?
Para la lectura espiritual
Por
lo tanto aquello que en la predicación de Jesús era la exclamación: “¡Ha
llegado el reino de Dios!”, en la predicación de los apóstoles es la
exclamación: “¡Jesús es el Señor!”. Y sin embargo ninguna oposición, sino
continuidad perfecta entre el Jesús que predica y el Cristo predicado, porque
decir: “¡Jesús es el Señor!” es como decir que en Jesús, crucificado y
resucitado, se ha realizado por fin el reino y la soberanía de Dios sobre el
mundo.
Debemos
entendernos bien para no caer en una reconstrucción irreal de la predicación apostólica.
Después de Pentecostés, los apóstoles no recorren el mundo repitiendo siempre y
sólo: “¡Jesús es el Señor!”. Lo que hacían, cuando se encontraban anunciando
por primera vez la fe en un determinado ambiente, era, más bien, ir directo al
corazón del evangelio, proclamando dos hechos: Jesús murió – Jesús resucitó, y
el motivo de estos dos hechos: murió “por nuestros pecados”, resucitó “para
nuestra justificación” (Cf. 1 Cor 15,4; Rm 4,25). Dramatizando el asunto,
Pedro, en los Hechos de los Apóstoles, no hace sino repetir a quienes le
escuchan: “Vosotros matasteis a Jesús de Nazaret, Dios le ha resucitado,
constituyéndole Señor y Cristo”.
El
anuncio: “¡Jesús es el Señor!” no es por lo tanto otra cosa sino la conclusión,
ahora explícita, de esta breve historia, narrada en forma siempre viva y nueva,
si bien sustancialmente idéntica, y es, a la vez, aquello en lo que tal
historia se resume y se hace operante para quien la escucha. “Cristo Jesús… se
despojó de sí mismo… obedeciendo hasta la muerte, y muerte de cruz. Por lo cual
Dios le exaltó… para que toda lengua confiase que Cristo Jesús es el Señor”
(Flp 2, 6-11).
La
proclamación “¡Jesús es el Señor!” no constituye por lo tanto, ella sola, la
predicación entera, pero es su alma y, por así decirlo, el sol que la ilumina.
Ella establece una especie de comunión con la historia de Cristo a través de la
“particular” de la palabra y hace pensar, por analogía, en la comunión que se
opera con el cuerpo de Cristo a través de la partícula de pan en la Eucaristía.
Primera
predicación de Adviento pronunciada ante S.S. Benedicto XVI
por el Padre
Cantalamessa, Predicador de la Casa Pontificia.
Repitamos a lo largo de este día
…Jesús
es el Mesías…
Para rezar
Hay un mundo que
vive en la esperanza de un mañana más justo, más fraterno.
Hay un mundo que
sufre los dolores de un nuevo amanecer.
Hay semillas de
vida traspasando la tierra de la muerte.
Tú me enseñas a
verlo, a descubrirlo, Jesús, me das la fe.
Hay un hombre
que vive la miseria, sin poder, sin saber, sólo muriendo.
Hay un hombre
que, pese a todo, espera justicia y libertad.
Hay dos mundos,
tres mundos, divididos por el poder e indiferencia.
Tú me llamas,
Jesús, al compromiso, a la solidaridad.
Yo sé que no
puedo encontrarte a ti, Jesús, sin tu Reino.
Yo sé que no
llega el Reino, si en el centro no estás tú.
Bendito el que
marcha en tu nombre, bendito el que en el hermano
ve tu rostro, se
detiene y comparte hoy su cruz.
E.
Fernández
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