19 de agosto de 2018


19 de agosto de 2018 – TO - DOMINGO XX – Ciclo B

…mi carne es la verdadera comida y mi sangre, la verdadera bebida. El que come mi carne y bebe mi sangre permanece en mí y yo en él…

PRIMERA LECTURA
Lectura del libro de los Proverbios    9, 1-6

    La Sabiduría edificó su casa, talló sus siete columnas, inmoló sus víctimas, mezcló su vino, y también preparó su mesa. Ella envió a sus servidoras a proclamar sobre los sitios más altos de la ciudad: «El que sea incauto, que venga aquí.»
    Y al falto de entendimiento, le dice: «Vengan, coman de mi pan, y beban del vino que yo mezclé. Abandonen la ingenuidad, y vivirán, y sigan derecho por el camino de la inteligencia.» 
Palabra de Dios.

SALMO   
 Sal 33, 2-3. 10-11. 12-13. 14-15 (R.: 9a) 
R. ¡Gusten y vean qué bueno es el Señor!

Bendeciré al Señor en todo tiempo,
su alabanza estará siempre en mis labios.
Mi alma se gloría en el Señor:
que lo oigan los humildes y se alegren. R.

Teman al Señor, todos sus santos,
porque nada faltará a los que lo temen.
Los ricos se empobrecen y sufren hambre,
pero los que buscan al Señor no carecen de nada. R.

Vengan, hijos, escuchen:
voy a enseñarles el temor del Señor.
¿Quién es el hombre que ama la vida
y desea gozar de días felices? R.

Guarda tu lengua del mal,
y tus labios de palabras mentirosas.
Apártate del mal y practica el bien,
busca la paz y sigue tras ella. R.

SEGUNDA LECTURA
Lectura de la carta del apóstol san Pablo
a los cristianos de Efeso     5, 15-20

Hermanos, cuiden mucho su conducta y no procedan como necios, sino como personas sensatas que saben aprovechar bien el momento presente, porque estos tiempos son malos. No sean irresponsables, sino traten de saber cuál es la voluntad del Señor. No abusen del vino que lleva al libertinaje; más bien, llénense del Espíritu Santo. Cuando se reúnan, reciten salmos, himnos y cantos espirituales, cantando y celebrando al Señor de todo corazón. Siempre y por cualquier motivo, den gracias a Dios, nuestro Padre, en nombre de nuestro Señor Jesucristo. 
Palabra de Dios.

EVANGELIO
Lectura del santo Evangelio según san Juan    6, 51-59

    Jesús dijo a los judíos:
    «Yo soy el pan vivo bajado del cielo. El que coma de este pan vivirá eternamente, y el pan que yo daré es mi carne para la Vida del mundo.»
    Los judíos discutían entre sí, diciendo: « ¿Cómo este hombre puede darnos a comer su carne?» Jesús les respondió: «Les aseguro que si no comen la carne del Hijo del hombre y no beben su sangre, no tendrán Vida en ustedes. El que come mi carne y bebe mi sangre tiene Vida eterna, y yo lo resucitaré en el último día.
    Porque mi carne es la verdadera comida y mi sangre, la verdadera bebida. El que come mi carne y bebe mi sangre permanece en mí y yo en él.
    Así como yo, que he sido enviado por el Padre que tiene Vida, vivo por el Padre, de la misma manera, el que me come vivirá por mí.
    Este es el pan bajado del cielo; no como el que comieron sus padres y murieron. El que coma de este pan vivirá eternamente.»
    Jesús enseñaba todo esto en la sinagoga de Cafarnaúm. 
Palabra del Señor.

Para reflexionar

En todas las civilizaciones la comida es una realidad que trasciende el mero hecho de la necesidad de alimentos para mantenerse, para transformarse en signo de la vida misma, adquiriendo así, en muchas culturas un carácter religioso. La mesa común crea entre los convidados vínculos sagrados a los que son asociados los dioses. En casi todas las religiones difícilmente se dan acciones sagradas sin banquete. Comer en el plano divino es participar en la vida de la divinidad, es divinizarse por connaturalidad y por asimilación. La asimilación del alimento es la expresión fundamental de la asimilación de Dios.
En el plano humano comer es un gesto expresivo de la Vida. Comemos para vivir, al comer asimilamos el poder de otra cosa. Comer es reconocer que solos no nos bastamos. Comer es incorporarse, fusionar. “¡Te comería a besos!”, dice la madre para expresar el cariño a su hijo.
Comer juntos es el acto más expresivo de la vida familiar, social, del encuentro con los amigos. Es un momento fuerte de vinculación y crecimiento en el amor significado al compartir el mismo alimento.
Invitar a comer, dar de comer son algo más que simples gestos externos y pasajeros. El pan que ofrece el padre de familia a los suyos representa su vida, su trabajo, sus preocupaciones por conseguirlo, sus esfuerzos y sus anhelos de vida para aquellos que ama. Tanto el padre y la madre que lo llevan a la mesa pueden decir de alguna manera: “este pan es mi carne entregada para mis hijos”, mientras que los hijos al recibirlo, comparten la vida misma de quien se los ha entregado.
Comer juntos el “pan ganado con el sudor de la frente”, más allá de un gesto rutinario, es entrar en comunión de amor y de destino.
Jesús desde las más simples y cotidianas realidades humanas nos lleva a las más profundas y trascendentes que configuran nuestra Vida en Dios. El pan eucarístico sigue las leyes de todo pan ofrecido en la mesa: entrega generosa, comunión de vida, fuerza para vivir, Vida en abundancia.
***
El libro de los Proverbios presenta la revelación del designio de Dios de con imágenes muy humanas. El banquete, especialmente en el mundo oriental antiguo era signo de generosidad y de gratuidad. En el banquete es donde mejor se manifiesta la comunicación y la receptividad del que hospeda y de los comensales. Quien participaba en él se identificaba con el que lo ofrecía, entraba en la misma atmósfera y compartía no sólo la mesa, sino también la conversación, el pensamiento, la alegría.
El autor nos muestra la sabiduría, como ama de casa, ofreciendo un gran banquete; también la insensatez o necedad ofreciendo el suyo. Ambas invitan y quieren comunicar lo que son y lo que tienen. La sabiduría ofrece su banquete en una casa grande y rica, donde caben todos e invita a los más necesitados, recomendando que sigan el camino recto, donde se encuentran la instrucción y el aliento vital. Cuando se trata del banquete de la necedad aparece el vacío y la falsedad del banquete a través de aguas robadas, pan a escondidas, nada que sea auténtico, sano o sincero; todo conduce a valles tenebrosos que no tienen esperanza ni alegría.
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Continúa San Pablo instruyendo acerca del tema de la vida nueva. Hoy considera la vida tironeada en el espacio que media entre el bautismo que nos ha renovado y el momento de la llegada a la gloria. Y desea que saquemos partido al tiempo presente. Este tiempo intermedio tiene sus peligros, porque nuestros tiempos son malos. Toda la carta a los Efesios ha hecho una síntesis de la vida cristiana a partir del principio de que en Cristo todo ha adquirido un nuevo y definitivo sentido: el querer salvador de Dios ha llegado a la plenitud en él. Esto lleva al creyente a celebrar la fe en comunidad, y a vivir un nuevo estilo de vida.
El triunfo de Jesús en nuestra vida exige una toma de posiciones claras, la fe cristiana no es un conjunto de cosas extrañas sino la vida vivida desde dentro con la fuerza del que cree en ella y con el cariño del que la ama de verdad. La vida cristiana se celebra porque cuando la fe llega a tocar los puntos vitales de la vida, rápidamente se pasa a la alabanza. El creyente no puede callar, hacerse lenguas, prorrumpir en alabanzas.
Jesús hasta ahora había hablado del pan de vida que baja del cielo, del pan que regala el Padre a los hombres enviándoles a su propio Hijo. Tenemos aquí un duplicado del discurso del pan de vida que pretende lanzar aún más lejos la reflexión de Jesús como revelación y como eucaristía dentro del simbolismo del pan. Este es el pan de vida y es también la luz del mundo que da vida a los que creen en él. Jesús ahora habla del pan que él mismo les dará y se refiere expresamente a su carne y sangre, los dones eucarísticos.
El autor quiere terminar la discusión sobre la contraposición del maná con Cristo. El maná no era más que una profecía y los judíos siguen aferrados a la perspectiva del alimento material. Esto lleva a posturas de aceptación y de no aceptación.
Según la costumbre judía, los alimentos de la comida pascual tenían que ser cuidadosamente masticados. Juan utiliza un vocabulario realista para caracterizar la participación en la eucaristía al poner en labios de Jesús: “el que come mi carne”. La palabra “carne” designa todo lo que constituye la realidad del hombre con sus posibilidades y debilidades.
Juan establece así una relación muy estrecha entre la carne y el pan, y entre el pan y la Palabra. “…Y el Verbo se hizo carne”. El verbo, palabra viviente de Dios, asume la carne y la condición humana, no sólo para plantar su carpa entre nosotros, sino para convertirse en alimento de los hombres. Juan insiste sobre todo en el valor salvífico de la encarnación Ahí está la paradoja más desconcertante de la encarnación: la vida de Dios ofrecida como alimento. No hay posibilidad de fe más que a partir de amar a este Jesús que posibilita el acceso a Dios.
El escándalo para los judíos nace porque Jesús habla del todo de su persona, mientras que ellos entienden estas palabras literalmente, como verdadera comida de la carne de Jesús, lo que les parece un disparate y una locura. Al escándalo que han producido sus palabras añade que es también preciso beber su sangre, lo cual les resultaba especialmente escandaloso dado les estaba prohibido el alimentarse de sangre.
Pero lo más importante que Juan quiere poner de manifiesto es que los judíos no están dispuestos a aceptar a Jesús como revelador del Padre y por eso se aferran a estas ideas.
«Yo soy el pan vivo bajado del cielo. El que coma de este pan vivirá eternamente, y el pan que yo daré es mi carne para la Vida del mundo.»
Jesús “es el pan que baja del cielo”, es la constante comunicación de la vida de Dios a los hombres a través del Espíritu. De la misma manera que el alimento natural se une orgánicamente al hombre, así también el que come la carne y bebe la sangre de Cristo entra en una unión de vida con él. Esta unión es comparada a la que Jesús tiene con el Padre que le ha enviado al mundo. Así como el Hijo tiene vida por el Padre, así también el que coma la carne de Cristo tendrá vida por el Hijo, participará en aquella misma vida que el Hijo recibe del Padre. La fe es comunión con el Hijo y desde entonces con el Padre en un intercambio hecho de conocimiento y de amor.
Por la fe somos atraídos por el Padre hacia Jesús, somos “instruidos” en nuestro interior para que descubramos que en aquel “hijo de José”, hombre normal, se da la plenitud humana, que es realización divina que sólo puede dar Dios. Jesús, aceptado en la fe, es el alimento que nos asegura la vida íntegra, imperecedera, sin ocaso: la vida de Dios.
“Yo soy el pan… Con estas palabras Jesús nos está indicando que creer en él implica necesariamente “comer el pan”. “El pan de vida” es una persona, el Hijo de Dios. Lo que constituye nuestra vida de discípulos es encontrar a Jesús de Nazaret, seguirlo y que él sea el pan que alimenta nuestro camino de vida. Comer su pan, es asimilar su vida y que su vida nos vaya asimilando en la medida en que vamos siguiendo sus pasos.
“Y el pan que yo daré es mi carne, para la vida del mundo”. No hay don de Espíritu donde no hay don de “carne” que se da, porque el Espíritu no se da fuera de la realidad humana concreta. A través de la “carne” de Jesús, el don de Dios se hace visible, concreto, histórico. Es a través de la “carne”, de la vida diaria, como se manifiesta y se comunica el Espíritu. A través de Jesús, Dios busca el encuentro con el hombre. Es en el hombre y en los acontecimientos cotidianos donde podemos encontrar a Dios, donde podemos verlo, reconocerlo, aceptarlo o rechazarlo. No en el “más allá”: sino en el “más acá de la vida de Jesús” donde se ha hecho presente.
Esto es lo que celebramos los creyentes cada domingo: la vida de Jesús y, por la fe, nuestra vida como lugar único del encuentro con Dios. La celebración de la Eucaristía reclama haber descubierto y aceptado el misterio de Jesús de Nazaret sellado con el bautismo y la confirmación y celebrado en la eucaristía. La eucaristía sin fe no tiene sentido.
El pan que compartimos, el pan de vida que es Jesús asumido como estilo de vida es el que engendra la vida eterna. El verdadero discípulo de Jesús es el que, siguiendo sus huellas, se da a sí mismo hasta la muerte por el bien del hombre porque es consciente de poseer una vida que supera toda muerte. Sólo siguiendo a Jesús por el camino del amor, marcado las bienaventuranzas y el lavatorio de los pies signo del mandamiento nuevo, nos podemos realizar en plenitud.
Porque la vida se recibe en la medida en que se da, se posee en la medida en que se entrega. Hacer que la propia vida sirva de “alimento” para los demás, como la de Jesús, tiene que ser la ley de la Iglesia como nueva comunidad humana por él fundada. Comunidad que no se realizará por una intervención milagrosa de Dios, sino por el esfuerzo y la dedicación de los discípulos de Jesús.
“El que come mi carne y bebe mi sangre habita en mí y yo en él”. Estas palabras nos muestran la profunda comunión que se establece, por la eucaristía, entre Jesús y sus discípulos. La fe en Jesús no puede quedar en lo externo, sino que nos debe llevar a una comunión íntima, a una comunión de vida. Jesús no ha venido a darnos “cosas”, sino a darse él mismo para enseñarnos a vivir. El pan que da contiene su propia entrega y ésta es la llamada a sus discípulos: dar y darnos. Viviendo como él, nos vamos redimiendo, liberando, salvando. “Ven conmigo, a donde yo estoy, en ti mismo, y te daré la clave de la existencia. Donde yo estoy, está eternamente el secreto de tu origen. ¿Dónde están tus manos, que no estén las mías? ¿Y tus pies, que no estén clavados en la misma cruz? ¡Yo he muerto y he resucitado una vez para siempre! Estamos muy cerca el uno del otro (…). ¿Cómo puedes separarte de mí sin arrancarme el corazón?” (Paul Claudel).
Jesús es alimento verdadero de su Iglesia cuando hace brotar en ella la entrega del amor: el don recibido lleva el don de sí; al amor recibido respondemos con nuestro amor. Su vida hecha pan es el alimento que nos da la fuerza para realizar las cosas que nos parecen imposibles; que nos anima a sobrepasar nuestros límites habituales para encontrar la verdadera estatura de nuestra vida y a buscar nuestro auténtico lugar en la historia.
En cada eucaristía comulgamos con la vida de Jesús; una vida que es carne y sangre, lucha y entrega, gozo y fracaso, fatiga y alegría, realidad y esperanza; una vida que se da hasta la muerte. Por la encarnación la carne de Jesús es carne de nuestra carne, y si al darla comunicó vida al mundo, también la nuestra podrá dar vida y sentido al mundo. Su carne estaba llena del Espíritu de Dios; pero también la nuestra puede llenarse de ese Espíritu y convertirse, con su fuerza, en pan que, entregado cada día, se reparte para la vida del mundo. Así celebramos la eucaristía y la hacemos Vida.

Para discernir

¿Comunicamos vida?
Nuestra celebración Eucarística: ¿expresa el gozo del encuentro con el resucitado?
¿Recibir la comunión, nos anima a darnos a los demás en el amor generoso y desinteresado?

Repitamos a lo largo de este día

“En el Señor se encuentra la misericordia y la redención en abundancia”

Para la lectura espiritual

“Así como mi Padre viviente, dice, me envió y yo vivo por mi Padre, así también quien me come a mi vivirá por mí”. No dice: Así como yo como a mi Padre y vivo por mi Padre, así quien me come a mí vivirá por mí. Pues el Hijo no se hace mejor por la participación de su Padre, porque es igual a El por nacimiento; mientras que nosotros sí que nos haremos mejores participando del Hijo por la unidad de su cuerpo y sangre, que es lo que significa aquella comida y bebida. Vivimos, pues, nosotros por Él mismo comiéndole a Él, es decir, recibiéndole a Él, que es la vida eterna, que no tenemos de nosotros mismos. Vive Él por el Padre, que le ha enviado; porque se anonadó a sí mismo, hecho obediente hasta la muerte de cruz. Si tomamos estas palabras: “Vivo por el Padre”, en el mismo sentido que aquellas otras: “El Padre es mayor que yo”, podemos decir también que nosotros vivimos por El, porque El es mayor que nosotros. Todo esto es así por el hecho mismo de ser enviado. Su misión es, ciertamente, el anonadamiento de sí mismo y su aceptación de forma de siervo; lo cual rectamente puede así decirse, aun conservando la identidad absoluta de naturaleza del Hijo con el Padre. El Padre es mayor que el Hijo-hombre; pero el Padre tiene un Hijo- Dios, que es igual a Él, ya que uno y el mismo es Dios y hombre, Hijo de Dios e Hijo del hombre, que es Cristo Jesús. Y en este sentido dijo (si se entienden bien estas palabras): “Así como el Padre viviente me envió y yo vivo por el Padre, así quien me come vivirá para mí”. Como si dijera: La razón de que yo viva por el Padre, es decir, de que yo refiera a Él como a mayor mi vida, es mi anonadamiento en el que me envió; mas la razón de que cualquiera viva por mí es la participación de mí cuando me come. Así, yo, humillado, vivo por el Padre, y aquel, ensalzado, vive por mí. Si se dijo “Vivo por el Padre” en el sentido de que El viene del Padre y no el Padre de Él, esto se dijo sin detrimento alguno de la identidad entre ambos. Pero diciendo: “Quien me come a mí, vivirá por mí”, no significa identidad entre Él y nosotros, sino que muestra sencillamente la gracia de mediador.
                                      San Agustín, Tratado sobre el Evangelio de San Juan.

Para rezar

ORACIÓN DE SAN AMBROSIO 

Señor mío Jesucristo, me acerco a tu altar lleno de temor por mis pecados, pero también lleno de confianza porque estoy seguro de tu misericordia.

Tengo conciencia de que mis pecados son muchos y de que no he sabido dominar mi corazón y mi lengua. Por eso, Señor de bondad y de poder, con mis miserias y temores me acerco a Ti, fuente de misericordia y de perdón; vengo a refugiarme en Ti, que has dado la vida por salvarme, antes de que llegues como juez a pedirme cuentas. 
Señor no me da vergüenza descubrirte a Ti mis llagas. Me dan miedo mis pecados, cuyo número y magnitud sólo Tú conoces; pero confío en tu infinita misericordia.
Señor mío Jesucristo, Rey eterno, Dios y hombre verdadero, mírame con amor, pues quisiste hacerte hombre para morir por nosotros. Escúchame, pues espero en Ti. Ten compasión de mis pecados y miserias, Tú que eres fuente inagotable de amor. 
Te adoro, Señor, porque diste tu vida en la Cruz y te ofreciste en ella como Redentor por todos los hombres y especialmente por mí. Adoro Señor, la sangre preciosa que brotó de tus heridas y ha purificado al mundo de sus pecados.
Mira, Señor, a este pobre pecador, creado y redimido por Ti. Me arrepiento de mis pecados y propongo corregir sus consecuencias. Purifícame de todas mis maldades para que pueda recibir menos indignamente tu sagrada comunión. Que tu Cuerpo y tu Sangre me ayuden, Señor, a obtener de Ti el perdón de mis pecados y la satisfacción de mis culpas; me libren de mis malos pensamientos, renueven en mí los sentimientos santos, me impulsen a cumplir tu voluntad y me protejan en todo peligro de alma y cuerpo. Amén.


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