19
de febrero de 2020 – TO – MIÉRCOLES DE LA VI
SEMANA
El ciego quedó
curado, veía todo con claridad
Lectura
de la carta del apóstol Santiago 1, 19-27
Tengan
bien presente, hermanos muy queridos, que debemos estar dispuestos a escuchar y
ser lentos para hablar y para enojarnos. La ira del hombre nunca realiza la
justicia de Dios. Dejen de lado, entonces, toda impureza y todo resto de
maldad, y reciban con docilidad la Palabra sembrada en ustedes, que es capaz de
salvarlos.
Pongan
en práctica la Palabra y no se contenten sólo con oírla, de manera que se
engañen a ustedes mismos. El que oye la Palabra y no la practica, se parece a
un hombre que se mira en el espejo, pero en seguida se va y se olvida de cómo
es. En cambio, el que considera atentamente la Ley perfecta, que nos hace
libres, y se aficiona a ella, no como un oyente distraído, sino como un
verdadero cumplidor de la Ley, será feliz al practicarla.
Si
alguien cree que es un hombre religioso, pero no domina su lengua, se engaña a
sí mismo y su religiosidad es vacía. La religiosidad pura y sin mancha delante
de Dios, nuestro Padre, consiste en ocuparse de los huérfanos y de las viudas
cuando están necesitados, y en no contaminarse con el mundo.
Palabra
de Dios.
SALMO
Sal 14, 2-3b. 3c-4b. 5 (R.:1b)
R. Señor,
¿quién habitará en tu santa Montaña?
El
que procede rectamente
y
practica la justicia;
el
que dice la verdad de corazón
y
no calumnia con su lengua. R.
El
que no hace mal a su prójimo
ni
agravia a su vecino,
el
que no estima a quien Dios reprueba
y
honra a los que temen al Señor. R.
El
que no presta su dinero a usura
ni
acepta soborno contra el inocente.
El
que procede así, nunca vacilará. R.
EVANGELIO
Lectura
del santo Evangelio según san Marcos 8, 22-26
Cuando
llegaron a Betsaida, le trajeron a un ciego y le rogaban que lo tocara. El tomó
al ciego de la mano y lo condujo a las afueras del pueblo. Después de ponerle
saliva en los ojos e imponerle las manos, Jesús le preguntó: « ¿Ves algo?» El
ciego, que comenzaba a ver, le respondió: «Veo hombres, como si fueran árboles
que caminan.»
Jesús
le puso nuevamente las manos sobre los ojos, y el hombre recuperó la vista. Así
quedó curado y veía todo con claridad. Jesús lo mandó a su casa, diciéndole:
«Ni siquiera entres en el pueblo.»
Palabra
del Señor.
PARA REFLEXIONAR
El
fragmento de la carta que leemos hoy tiene su eje en «la palabra». La Palabra
no es sólo una doctrina, una enseñanza, es una cierta Presencia de Dios para
los que de veras la escuchan.
La
palabra no es sólo la que se lee o escucha, sino que hunde sus raíces en el
interior y en la vida del oyente, hasta el punto de mostrar desde dentro -como
una semilla- su fuerza capaz de salvarlo.
Nos
advierte además sobre el peligro de conformarnos con oírla, sin esforzarnos en
practicarla, o contra la falsa idea de una religión que se contente con
palabras, mientras que lo que agrada a Dios son las obras: ayudar al prójimo y
no dejarse contaminar por las costumbres del mundo. La palabra enseña en qué
radica «la justicia de Dios». De ahí también la exhortación a ser «lento para
la ira», que incita al hombre a imponer su propia justicia olvidándose de la
que proviene de Dios.
Es
un programa para confrontar con lo que nos habituamos a hacer en nuestra vida.
***
Esta
curación ha sido colocada a propósito en un contexto, en que se habla también
de la ceguera de los fariseos y de los discípulos.
Jesús
y sus discípulos llegaron a Betsaida. Le llevaron un ciego. Este será otro
signo mesiánico de Jesús, los profetas ya habían anunciado que el Mesías haría
ver a los ciegos.
La
escena se presenta con la tonalidad de un ritual: lo saca de la aldea,
llevándolo de la mano, le unta de saliva los ojos, el hombre empieza a ver, le
impone las manos sobre los ojos por segunda vez, el ciego va recobrando poco a
poco la vista, primero ve «hombres que parecen árboles» y luego puede ver con
toda nitidez.
Según
la tradición judía la saliva tenía poderes para expulsar demonios y curar
enfermedades, sobre todo enfermedades de los ojos. Se pensaba que este poder
curativo se debe a la relación de la saliva con la sangre, y a través de la
boca, con la respiración, haciéndola por tanto, portadora de vida. Por eso
colocar saliva sobre los ojos del ciego equivale simbólicamente a darles nueva
vida. Luego viene la imposición de las manos que simboliza la fuerza curativa
de Jesús. Con estos dos elementos se realiza el milagro.
A
través de este milagro «por etapas», Marcos quiere apuntar simbólicamente al
proceso gradual de conversión y visión que siguen los discípulos de Jesús. La
fe no es una iluminación instantánea y para siempre, sino que, frecuentemente
requiere un itinerario. Sólo lentamente, y con la ayuda de Jesús se puede ir
madurando y viendo con ojos nuevos la realidad del reino en la historia de cada
día.
Es
un proceso que se inicia cuando nos encontramos con Jesús y va progresando en
la medida que permanecemos en Él. La lejanía de Jesús nos hace ciegos: no somos
capaces de ver la realidad desde la perspectiva salvadora de Dios; nos esclavizamos
a las cosas del mundo y con mucha frecuencia tropezamos.
Nuestro
camino también es gradual. No podemos exigir resultados instantáneos. Las
intervenciones de Dios hoy son también pedagógicas, graduadas, pacientes,
enriquecidas con una sabiduría que nosotros no conocemos ni comprendemos
siempre.
El
proyecto del Reino no fue, ni es, tan fácil de ser asumido. A pesar de tratar
de llevar una vida cristiana, podemos ser ciegos espirituales que se han
cerrado a los problemas del mundo; quedando insensibles ante los males y el
sufrimiento de tantos hombres, que no ven el rostro de Cristo presente en la
vida del mundo, ni los signos que Dios va dejando.
PARA DISCERNIR
¿A
qué me invita esta palabra de hoy, de qué cegueras quiere liberarme?
¿Dejo
que el Señor intervenga en mi vida y la ilumine?
¿Puedo
hacer memoria agradecida de mi fe? ¿Cómo me dispongo para hacerla crecer?
REPITAMOS Y VIVAMOS HOY LA PALABRA
Quiero
escuchar tu palabra Señor
PARA LA LECTURA ESPIRITUAL
“¿Acaso
ves algo?”
Vi
que Dios se regocija de ser nuestro padre, Dios se regocija de ser nuestra
madre, Dios se regocija de ser nuestro verdadero esposo y de tener nuestra alma
por su esposa muy amada. Cristo se regocija de ser nuestro hermano, Jesús se
regocija de ser nuestro Salvador… Durante nuestra existencia, nosotros que
vamos a ser salvados, conocemos una mezcla asombrosa del bien y el dolor.
Tenemos en nosotros a nuestro Señor Jesucristo resucitado, y también la miseria
y la malicia de la caída y de la muerte de Adán… Por la caída de Adán quedamos
tan quebrantados que, por el pecado y por sufrimientos diversos, tenemos el
sentimiento de estar en las tinieblas; ciegos, apenas podemos probar el menor
consuelo.
Pero
por nuestra voluntad, nuestro deseo, permanecemos en Dios y creemos con
confianza en su misericordia y en su gracia; así es como actúa en nosotros. Por
su bondad abre los ojos de nuestro entendimiento, que nos muestra a veces más,
a veces menos, según la capacidad que nos concede. Unas veces nos eleva, y otras
permite que caigamos. Esta mezcla es tan desconcertante que nos es difícil de
saber, en cuanto a mí mismo o en cuanto a nuestros semejantes en Cristo, en qué
camino estamos, tan cambiante es lo que sentimos.
Pero
lo que cuenta es decirle un “sí” a Dios a pesar de lo que sentimos, queriendo
estar verdaderamente con él, con todo nuestro corazón, con toda nuestra alma,
con todas nuestras fuerzas (Mc 12,30); entonces odiamos y despreciamos nuestro
impulso al mal… Permanezcamos en esta disposición cada día de nuestra vida.
Juliana de
Norwich – Dieciséis revelaciones del amor divino, cap. 52
PARA REZAR
Dios
mío, creo firmemente
que
tú puedes iluminar mi oscuridad,
que
solamente tú puedes hacerlo.
Yo
deseo, con todas mis fuerzas,
que
se disipen mis tinieblas interiores.
Desconozco
los caminos que has dispuesto para mí,
pero
sé que tu poder y mi anhelo son razones suficientes
para
pedirte lo que no puedes dejar de concederme.
Te
prometo, desde ahora mismo, que,
ayudado
por esta gracia que te estoy pidiendo,
abrazaré
todo cuanto perciba como verdad cierta.
Y
con tu auxilio, combatiré el peligro de engañarme
y
dejarme llevar por lo que apetece a la naturaleza,
en
contra de lo que la razón aprueba.
San John Henry Newman
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