11 de enero de 2020


11 de enero de 2020 – Tiempo de Navidad

11 DE ENERO 

Al instante la lepra desapareció

Lectura de la primera carta del apóstol san Juan    5, 5-13

Hijos míos:
¿Quién es el que vence al mundo, sino el que cree que Jesús es el Hijo de Dios?
Jesucristo vino por el agua y por la sangre; no solamente con el agua, sino con el agua y con la sangre. Y el Espíritu da testimonio porque el Espíritu es la verdad. Son tres los que dan testimonio: el Espíritu, el agua y la sangre; y los tres están de acuerdo.
Si damos fe al testimonio de los hombres, con mayor razón tenemos que aceptar el testimonio de Dios. Y Dios ha dado testimonio de su Hijo.
El que cree en el Hijo de Dios tiene en su corazón el testimonio de Dios. El que no cree a Dios lo hace pasar por mentiroso, porque no cree en el testimonio que Dios ha dado acerca de su Hijo.
Y el testimonio es este: Dios nos dio la Vida eterna, y esa Vida está en su Hijo. El que está unido al Hijo, tiene la Vida; el que no lo está, no tiene la Vida.
Les he escrito estas cosas, a ustedes que creen en el nombre del Hijo de Dios, para que sepan que tienen la Vida eterna. 
Palabra de Dios.

SALMO    Sal 147, 12-13. 14-15. 19-20 (R.: 12a) 
R.    ¡Glorifica al Señor, Jerusalén!
   
¡Glorifica al Señor, Jerusalén,
alaba a tu Dios, Sión!
El reforzó los cerrojos de tus puertas
y bendijo a tus hijos dentro de ti. R.

El asegura la paz en tus fronteras
y te sacia con lo mejor del trigo.
Envía su mensaje a la tierra,
su palabra corre velozmente. R.

Revela su palabra a Jacob,
sus preceptos y mandatos a Israel:
a ningún otro pueblo trató así
ni le dio a conocer sus mandamientos. R.

EVANGELIO
Lectura del santo Evangelio según san Lucas    5, 12-16

Mientras Jesús estaba en una ciudad, se presentó un hombre cubierto de lepra. Al ver a Jesús, se postró ante él y le rogó: «Señor, si quieres, puedes purificarme.»
Jesús extendió la mano y lo tocó, diciendo: «Lo quiero, queda purificado.» Y al instante la lepra desapareció.
El le ordenó que no se lo dijera a nadie, pero añadió: «Ve a presentarte al sacerdote y entrega por tu purificación la ofrenda que ordenó Moisés, para que les sirva de testimonio.»
Su fama se extendía cada vez más y acudían grandes multitudes para escucharlo y hacerse curar de sus enfermedades. Pero él se retiraba a lugares desiertos para orar. 
Palabra del Señor.

PARA REFLEXIONAR

En el vocabulario de san Juan el término “mundo” significa: «el hombre encerrado en sí mismo y tentado de salvarse por sus propias fuerzas». El verdadero cristiano es el que ha vencido esa tentación y que vive abierto a Dios y su testimonio en Cristo Jesús.
La fe nos «abre a Dios» que hace que nuestra salvación y el éxito de nuestra vida los pongamos en la persona de Jesús, el Hijo de Dios.
Jesús ha venido a este mundo ampliamente apoyado por los testimonios de Dios. El que cree en el Hijo, cree a Dios y tiene el testimonio de Dios.
Jesucristo, el que vino por el agua y por la sangre. Este Jesús en quien creemos, es el que fue bautizado por el Bautista en el agua del Jordán, con el Espíritu sobre Él, y el que al final de su vida derramó su sangre en la cruz, y luego fue resucitado por ese mismo Espíritu. Agua y sangre que son certificadas siempre por el Espíritu, el maestro y el garante de toda fe verdadera.
Por otro lado en Juan “el agua y la sangre” simbolizan la obediencia filial de Jesús hasta la muerte, por amor a todos los hombres. Juan vio esto al pie de la cruz y lo afirma. Jesús, por su corazón abierto, del que mana “el agua y la sangre lo ha dado todo”. Por eso tenemos que creer el testimonio de Dios sobre Jesús de Nazaret. El autotestimonio que Dios da es su mismo Hijo Jesucristo, que nos ha dado la vida. Quien tiene al Hijo tiene la vida. Quien no tiene al Hijo de Dios no tiene la vida. El que cree en Jesús, vence al mundo y tiene la vida eterna. La carta va a terminar con las mismas ideas con las que comenzó.
Pero lo principal es lo que sucede a los que creen en el Enviado de Dios: vencen al mundo y tienen la vida eterna. El que vence al mundo es el que cree que Jesús es el Hijo de Dios. Dios nos ha dado vida eterna y esta vida, está en su Hijo. “Quien tiene al Hijo tiene la vida; quien no tiene al Hijo, no tiene la vida”.
***
El evangelio hoy nos presenta otra de las manifestaciones iniciales de Jesús: la curación del leproso. Su fama crecía y su actuación misionera de predicación y curación de los que sufrían, entusiasmaba a los pobres por todas partes.
Cristo desea la curación de los enfermos que encuentra a su paso y porque se siente movido a compasión por el sufrimiento que lo rodea brota su carisma de taumaturgo.
Los contemporáneos de Cristo atribuían al alma y al cuerpo una unión muy estrecha, a tal punto que la enfermedad era considerada como el reflejo y la consecuencia de un mal moral. Al curar el cuerpo, Cristo inaugura los tiempos escatológicos de la victoria sobre el mal y el momento de la consolación.
Las curaciones realizadas por Cristo no son más que un momento de reparación de la creación entera mediante su vida y su persona.
En el caso de la lepra, bajo este nombre se incluían en tiempos de Jesús diversas enfermedades de la piel de carácter más o menos grave. Todas ellas convertían en impuro al hombre que la padecía. El leproso se hallaba excluido del pueblo de Israel: era un manchado y no podía tomar parte en la liturgia de la oración, en la alegría de las fiestas. Se convertía en un hombre social y religiosamente marginado: sólo, sin derechos, lejos de los pueblos.
El pedido del enfermo es una oración de súplica: «Señor, si quieres puedes limpiarme». La respuesta compasiva de Jesús es efectiva: «Quiero, queda limpio».
El maestro extendió la mano hacia aquel a quien nadie podía tocar. Abandonado de todos y maldito, se encuentra ahora, de golpe con una mano tendida hacia él que lo integra a la sociedad, a la vida de los hombres.
Jesús al decretar “queda limpio”, penetra hasta la misma entraña de aquel hombre maldito y lo proclama transformado y puro; todo el perdón de Dios se hace presente en esa frase. Sin embargo, Jesús teme que no se comprenda esta curación y el carisma que posee como signo del reino, por eso obliga al que ha sido objeto de milagro a guardar el secreto y le ordena someterse a los exámenes legales.
Lo envía al sacerdote. Sus palabras tienen eficiencia externa; el leproso queda sano pero ahora al presentarse al sacerdote para que dé testimonio de su nueva situación; podrá formar parte del antiguo pueblo de la alianza y de sus promesas.
Finalmente, rehuye la admiración de la muchedumbre que podría interpretar mal sus milagros.
Ese perdón de Dios que Jesús ha ofrecido a los marginados de la tierra tiene que constituir ahora el fundamento de la vida y preocupación de la Iglesia. El discípulo es signo de encuentro con la salvación que Jesús ofrece.
La experiencia de ser curados, de ser redimidos es nuestro anuncio más gozoso y la fuerza para evitar todo tipo de exclusión y marginación.
Jesús termina la escena curando a los enfermos que le traen y, a la vez, orando a Dios en soledad. La unión de la oración personal y servicio a los necesitados constituye un elemento primordial de toda auténtica existencia de discípulos.

PARA DISCERNIR

¿Tenemos la misma actitud de cercanía y apoyo de Jesús para con los que sufren?
¿Somos conscientes que lo que desfigura al hombre es, ante todo el “no-amor?
¿Somos conscientes que ser solidarios y extender la mano hacia el que sufre es ya un medio para curarlo?

PARA LA LECTURA ESPIRITUAL

…”¡Cuántos beneficios ha aportado la mirada de la fe a la ciudad de los hombres para contribuir a su vida común! Gracias a la fe, hemos descubierto la dignidad única de cada persona, que no era tan evidente en el mundo antiguo. En el siglo II, el pagano Celso reprochaba a los cristianos lo que le parecía una ilusión y un engaño: pensar que Dios hubiera creado el mundo para el hombre, poniéndolo en la cima de todo el cosmos. Se preguntaba: « ¿Por qué pretender que [la hierba] crezca para los hombres, y no mejor para los animales salvajes e irracionales? »[46]. « Si miramos la tierra desde el cielo, ¿qué diferencia hay entre nuestras ocupaciones y lo que hacen las hormigas y las abejas? »[47]. En el centro de la fe bíblica está el amor de Dios, su solicitud concreta por cada persona, su designio de salvación que abraza a la humanidad entera y a toda la creación, y que alcanza su cúspide en la encarnación, muerte y resurrección de Jesucristo. Cuando se oscurece esta realidad, falta el criterio para distinguir lo que hace preciosa y única la vida del hombre. Éste pierde su puesto en el universo, se pierde en la naturaleza, renunciando a su responsabilidad moral, o bien pretende ser árbitro absoluto, atribuyéndose un poder de manipulación sin límites.
La fe, además, revelándonos el amor de Dios, nos hace respetar más la naturaleza, pues nos hace reconocer en ella una gramática escrita por él y una morada que nos ha confiado para cultivarla y salvaguardarla; nos invita a buscar modelos de desarrollo que no se basen sólo en la utilidad y el provecho, sino que consideren la creación como un don del que todos somos deudores; nos enseña a identificar formas de gobierno justas, reconociendo que la autoridad viene de Dios para estar al servicio del bien común. La fe afirma también la posibilidad del perdón, que muchas veces necesita tiempo, esfuerzo, paciencia y compromiso; perdón posible cuando se descubre que el bien es siempre más originario y más fuerte que el mal, que la palabra con la que Dios afirma nuestra vida es más profunda que todas nuestras negaciones. Por lo demás, incluso desde un punto de vista simplemente antropológico, la unidad es superior al conflicto; hemos de contar también con el conflicto, pero experimentarlo debe llevarnos a resolverlo, a superarlo, transformándolo en un eslabón de una cadena, en un paso más hacia la unidad.
Cuando la fe se apaga, se corre el riesgo de que los fundamentos de la vida se debiliten con ella, como advertía el poeta T. S. Eliot: « ¿Tenéis acaso necesidad de que se os diga que incluso aquellos modestos logros / que os permiten estar orgullosos de una sociedad educada / difícilmente sobrevivirán a la fe que les da sentido? »[48]. Si hiciésemos desaparecer la fe en Dios de nuestras ciudades, se debilitaría la confianza entre nosotros, pues quedaríamos unidos sólo por el miedo, y la estabilidad estaría comprometida. La Carta a los Hebreos afirma: « Dios no tiene reparo en llamarse su Dios: porque les tenía preparada una ciudad » (Hb 11,16). La expresión « no tiene reparo » hace referencia a un reconocimiento público. Indica que Dios, con su intervención concreta, con su presencia entre nosotros, confiesa públicamente su deseo de dar consistencia a las relaciones humanas. ¿Seremos en cambio nosotros los que tendremos reparo en llamar a Dios nuestro Dios? ¿Seremos capaces de no confesarlo como tal en nuestra vida pública, de no proponer la grandeza de la vida común que él hace posible? La fe ilumina la vida en sociedad; poniendo todos los acontecimientos en relación con el origen y el destino de todo en el Padre que nos ama, los ilumina con una luz creativa en cada nuevo momento de la historia”…

[46] Orígenes, Contra Celsum, IV, 75: SC 136, 372.
[47] Ibíd., 85: SC 136, 394.
[48] « Choruses from The Rock »,
en The Collected Poems and Plays 1909-1950, New York 1980, 106.

PARA REZAR
   
La fe vence al mundo.
La fe en el Hijo tiene la fuerza en si misma
para vencer el temor a la muerte;
tiene luz para iluminar la oscuridad
de la vida y de la muerte;
tiene coraje para superar el miedo que nos paraliza;
curar las heridas de los fracasos
en la lucha por cambiar este mundo
y convertirlo en reino de Dios.
Nuestra fe vence al mundo.
No nos deja encerrarnos en lo finito e inmediato.
Nos mantiene despiertos, con capacidad de lucha
y de superación hacia el futuro.
La fe es confianza en el Dios
que hace posible lo que parece imposible;
que cumple sus promesas,
a veces por caminos desconocidos para nosotros.
Nuestra victoria es la fe:
seguir creyendo en Jesús,
seguir apostando por su Causa,
sin acobardarnos y dejando la vida en el empeño,
si fuera preciso, como Jesús…


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